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Alberto Illán Oviedo

Derechos y prohibiciones

Los primeros y únicos que deben evitar que sus hijos vean programas subidos de tono, que jueguen a videojuegos violentos, que coman lo inadecuado o que tengan amistades en las que no se puede confiar son los padres y tutores, y nadie más.

Resulta paradójico que aquellos que pretenden proteger a la infancia de los males de la sociedad, los que se presentan como paladines de sus derechos más fundamentales, sean los primeros que la usen para intentar implantar su particular modelo moral. Organizaciones de lo más variopinto suelen dirigirse a las autoridades para protestar por múltiples situaciones que afectan a ciertos colectivos. Cualquiera que tenga hijos, sobre todo si estos son aún muy pequeños, es especialmente sensible a las campañas que periódicamente se realizan para adecuar los programas de televisión que se emiten en determinadas horas a ciertos códigos morales. El problema no es que estos códigos sean más o menos conservadores o progresistas, sino que terminen conformando una moral pública que se imponga a aquellos que no la deseen.

No es extraño que este tipo de peticiones tengan buen recibimiento entre las autoridades. El político observa estas quejas como una oportunidad perfecta para legislar y hacer ingeniería social, en especial aquellas reformas que se adecuan a su ideología o sus objetivos. Las campañas contra el tabaco, contra la anorexia o contra la obesidad son algunos ejemplos de por donde nos hemos movido durante los últimos años. El resultado ha sido una legislación que limita las tallas de la ropa, que impide fumar incluso en recintos privados y que impone una estricta normativa a la comida rápida. Y toda la propaganda que acompaña a cada una de estas decisiones políticas va acompañada de justificaciones en forma de derechos (salud, educación, cultura, etc.) que se convierten en pasos previos a la prohibición.

Que nadie piense que mi intención es censurar este tipo de quejas, ya sean particulares o colectivas. Los padres pueden y deben pedir a las televisiones que varíen sus contenidos de forma que sus niños puedan encender la televisión sin encontrar situaciones que vayan contra la moral que se pretende transmitir. Desde luego que se puede pedir a los diseñadores de moda que no paseen modelos escuálidas por las pasarelas. También se puede exigir que las hamburgueserías usen ingredientes más sanos, según el baremo de lo políticamente correcto. De la misma manera, empresas, diseñadores y televisiones pueden o no ser sensibles a estas quejas y tomar o no medidas en este sentido. Al fin y al cabo, la clientela les puede ir en ello.

En todo este asunto suele brillar por su ausencia un elemento indispensable: la responsabilidad individual. No es necesario acudir al mandamás para solucionar situaciones comprometidas. Los primeros y únicos que deben evitar que sus hijos vean programas subidos de tono, que jueguen a videojuegos violentos, que coman lo inadecuado o que tengan amistades en las que no se puede confiar son los padres y tutores, y nadie más. El hecho de que no siempre sea fácil no es una excusa, es simplemente una justificación de su propia irresponsabilidad.

Lo más cómodo es, desde luego, que otro haga el trabajo difícil, y si el elegido es el Estado, entonces podemos estar seguros de algunas cosas: que el objetivo no se terminará de cumplir nunca, que aquellos a los que queremos proteger nunca estarán protegidos, que en el peor de los casos habremos creado una generación de irresponsables que estarán al servicio de los políticos de turno y que el legislador honesto de hoy puede convertirse en inmoral mañana. No dirijamos nuestras quejas hacia los gobiernos, porque un día de estos podremos ver que se han prohibido hasta los "Kinder Sorpresa". Todo sea por los niños.

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