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Amando de Miguel

El misterio demográfico

El incremento desaforado de la inmigración extranjera no resuelve el problema poblacional de España; acaso lo agrava.

El incremento desaforado de la inmigración extranjera no resuelve el problema poblacional de España; acaso lo agrava.
Una pareja de ancianos cruza un paso de peatones | Xunta de Galicia

Hace más de un siglo la población española se caracterizaba, en términos europeos, por una alta natalidad y una elevada mortalidad infantil. Actualmente, la imagen es la contraria: en España la natalidad y la mortalidad infantil se han instalado en cotas bajísimas, en el grupo de las más menguadas del mundo. Hay que felicitarse por la excelente capacidad de supervivencia de la población española, que se debe a razones sanitarias, higiénicas, alimentarias y de todo orden. Pero debe preocupar el nivel tan bajo al que ha llegado la natalidad, el ínfimo mundial de toda la historia estadística. A este paso, en dos o tres generaciones más, la población española autóctona se acercará a su virtual extinción. Consuela poco imaginar que el censo español puede llegar a contener un núcleo reducidísimo de aborígenes y una mayoría de inmigrantes foráneos. (Por favor, que no se diga "migrantes", pues no es lo mismo de donde salen y a donde se dirigen). Es lo que podríamos llamar "modelo australiano", si se admite la ironía. La razón de tal futuro poblacional es eminentemente política: la base de una nación consiste en un haz de tradiciones comunes. Así pues, el incremento desaforado de la inmigración extranjera no resuelve el problema poblacional de España; acaso lo agrava al establecer nuevas formas de desigualdad.

Los expertos no saben a qué carta quedarse respecto a la explicación de la pereza natal de las españolas. Porque el asunto es netamente femenino. La mayor parte de los hijos vienen al mundo cuando las respectivas madres lo quieren. La cooperación masculina es más bien episódica, aunque se disimule tal carácter con la preeminencia del apellido paterno en los nuevos nacidos.

No convence mucho la interpretación generalizada de que las españolas se abstienen de parir más hijos porque ahora son más dificultosas las condiciones laborales. Nunca en toda la historia han sido más favorables las condiciones de trabajo y de seguridad social. Otra cosa es que hayan ido por delante las necesidades y aspiraciones de bienestar por parte de los hogares españoles. Pero en conjunto no es la estructura de los empleos como tal lo que dificulta la decisión de tener más hijos, más de uno.

Hay un hecho biológico y social que no suele tomarse en cuenta por su naturaleza íntima. Las mujeres llegan cada vez más pronto a la capacidad fértil, pero tardan cada vez más años en madurar psicológica y socialmente. Es decir, la etapa "adolescente" se extiende por más tiempo. La consecuencia es que las mujeres que intentan reproducirse (son casi todas) lo hacen a una edad cada vez más tardía y, por tanto, menos fértil. La edad modal de tener un hijo supera ahora los 30 años de las mujeres. Es un hecho desusado en la historia.

Es moda suponer una general igualdad entre los sexos (ahora se dice púdicamente "los géneros") en todos los órdenes de la vida. Pero subsiste y se hace cada vez más patente una radical desigualdad. A saber, el coste psicológico y social de tener hijos es cada vez mayor para las mujeres con una dedicación profesional, que son las más. Poco cuentan los medios para "conciliar" (ese es el verbo) la vida familiar y la profesional. Es un hecho que da alguna vergüenza reconocerlo por temor a que a uno lo tachen de "machista", el gran estigma de nuestro tiempo. Pero los hechos sociales suelen ser obstinados. Este que digo no ha merecido su inclusión en la agenda del Ministerio de Igualdad.

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