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Amando de Miguel

Hacia la correcta municipalización del Estado

El "Estado de las autonomías" ha terminado por ser un nuevo centralismo con tintes autoritarios.

Durante el siglo XIX y casi todo el XX, España se organizó como un Estado centralista, común a varios regímenes políticos. La dotación de los servicios públicos se concentró en las capitales de provincia. Al final, se benefició, sobre todo, Madrid y las ciudades costeras, las receptoras de una intensa migración interior.

A partir de 1978, con la llamada Transición democrática, se experimentó un nuevo enfoque: la descentralización del "Estado de las autonomías", por contradictoria que pueda parecer esa expresión. No ha sido, precisamente, un éxito, al aumentar, desproporcionadamente, la burocracia pública y, lo que es peor, el clima de corrupción de las minorías gobernantes. Recuérdese que los casos más sonados de manejo interesado de los fondos públicos, durante los últimos decenios, se han dado en la escala "autonómica" (regional).

En uno y otro modelo, se mantuvo inamovible la red de municipios, como si fuera una inevitable herencia de la naturaleza. Son, ahora, más de ocho mil; cantidad que, apenas, ha variado a lo largo de los dos últimos siglos. En el entretanto, se ha producido un enorme trasvase de población campesina a las ciudades. Un resultado ha sido el doble y complementario fenómeno de la "España vaciada" y el de la "España congestionada". El economista Román Perpiñá lo dibujó, cabalmente, hace mucho tiempo. Es decir, son varios miles los municipios con términos, prácticamente, despoblados, en contraste con el apiñamiento de algunos centros urbanos y, sobre todo, de las grandes capitales. Es una forma de desigualdad, verdaderamente intolerable. Me temo que no se la haya planteado el Ministerio de Igualdad.

Una solución al problema sería la organización del Estado de otra manera. Primero, habría que realizar una gigantesca concentración municipal. Los Ayuntamientos pasarían de más de ocho mil a unos quinientos. Esta última estructura significaría que los municipios contendrían una media de unas 10.000 personas. No solo habría que consolidar muchos pequeños pueblos y aldeas en unidades más parecidas a las comarcas o a las "cabezas de partido". Sería necesario, además, segregar, administrativamente, grandes barriadas y núcleos anejos a las grandes metrópolis, para constituir las nuevas localidades municipales. No sería de nueva planta, sino entidades ya existentes. Esos "cortes" geográficos supondrían, en algunos casos, la superación de las unidades provinciales y aun regionales.

La nueva estructura haría más viable el deseo de acercar, residencialmente, los contribuyentes al Estado, como prometió, y no consiguió, el sistema "autonómico" de 1978. Habría que cuidar mucho de no repetir la degradación de los Gobiernos regionales corruptos. El "Estado de las autonomías" ha terminado por ser un nuevo centralismo con tintes autoritarios, al no contar con el suficiente control de los grandes cuerpos de la Administración Pública.

En los Ayuntamientos de tamaño medio, sería posible alojar servicios públicos, hoy, ausentes de los pequeños pueblos y poco eficientes en las constelaciones metropolitanas. En esa malla de nuevas localidades sería posible, por ejemplo, la dotación de una adecuada red de ferrocarril, en gran medida, de "cercanías". El nuevo sistema abarataría el suelo industrial y de oficinas, al tiempo de suavizar la actual congestión del tráfico automóvil en los centros metropolitanos.

La reforma propuesta se basa en la mala experiencia, derivada tanto del centralismo como del "autonomismo". La instalación de los servicios públicos en la red de nuevos municipios los haría más rentables y, sobre todo, más susceptibles de un control democrático. Los ciudadanos verían al Estado más cerca y más eficiente.

Es lógico pensar que la estructura actual de las regiones "autónomas", dominadas por los grandes partidos políticos (sobre todo, los de corte nacionalista), se opondría a la reforma sugerida. Por eso mismo, se antoja necesaria. Al menos, nadie me negará el absurdo de que el Estado español tenga que seguir subsistiendo con un tejido de más de ocho mil municipios. Se trata de una reminiscencia del inveterado sistema caciquil, que, sencillamente, no la podemos seguir pagando. En otros países europeos cercanos hace tiempo que realizaron las oportunas reformas de consolidación de las unidades municipales.

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