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Amando de Miguel

La ciencia y la técnica

La idea de pasar al estadio de un país productor de ciencia no se considera una prioridad en los programas políticos españoles.

La sociedad española ha elegido (o le ha tocado), para su bienestar, una economía basada en el turismo y en la industria. No es mala combinación, si se compara con la mayor parte de los países del mundo, asentados en la agricultura y la minería. Sin embargo, el valor añadido de la fórmula española es muy escaso, si lo contrastamos con la alta productividad de los países emisores de ciencia. Nótese que la fórmula industrial española depende de las patentes, el diseño, que se realiza en los escasos centros extranjeros donde se concentra la investigación científica. Vulgarmente, la entendemos como tecnología, un vocablo poco apropiado, pues, literalmente, tendría que ser el estudio teórico de la técnica (mecánica o electrónica, como principales operaciones). La fórmula de turismo más industria fue una decisión de los últimos Gobiernos del franquismo. Se llamó desarrollismo a esa política, superadora de la etapa secular, basada en la agricultura y la minería poco productivas. Lo curioso es que los Gobiernos de la etapa democrática se han sentido muy satisfechos con la fórmula del último franquismo. 

La fórmula española confía en la productividad de muchos profesionales (médicos, abogados, ingenieros, altos funcionarios, militares, empresarios, economistas, etc.). Su papel es el de tomar decisiones técnicas para dar seguridad a sus clientes, a la población. Es una tarea muy conveniente, pero contrasta con la más exigente de los científicos, los encargados de hacer crecer el conocimiento fundamental. Es una operación que no busca la seguridad, sino el continuo y dubitativo tanteo (trial and error) para hacer avanzar el conocimiento. En España, este sector propiamente científico es muy reducido. Técnicos, profesionales y científicos suelen ser egresados de los centros universitarios. Todos ellos buscan prestigio y dinero.

Hay una secuencia lógica, que no siempre se corresponde con la trayectoria temporal. El núcleo de la ciencia básica desemboca en las aplicaciones prácticas, que se utilizarán en el proceso fabril y en el consumo. Como queda dicho, en España la ciencia básica apenas cuenta; se importa de los países centrales (Alemania, Francia, Holanda, Reino Unido, Estados Unidos, entre otros). En todo caso, la economía española sabe desarrollar algunas aplicaciones técnicas de la ciencia.

La llamada revolución industrial o fabril llegó tarde a España, como apéndice de los países centrales. Hoy, por ejemplo, España produce algunos millones de automóviles, en gran parte para la exportación, con fábricas en distintas regiones. Todas las marcas son extranjeras. Es decir, todas esas fábricas se nutren del diseño realizado en los países centrales, donde se genera la mayor parte del valor añadido. España provee de profesionales, técnicos y operarios, con sueldos modestos, según los estándares de los países centrales. Es una combinación muy inteligente, aun con el coste de una economía como la española dependiente de los grandes centros extranjeros, donde se elabora la ciencia, el conocimiento básico.

Esta situación vicaria de la economía española no la consideran los Gobiernos como un relativo retraso respecto de los países centrales. La idea de pasar al estadio de un país productor de ciencia no se considera una prioridad en los programas políticos españoles, los asentados en el poder.

El resultado dramático, ante la actual crisis económica mundial, es que la economía española tiene que soportar unas desusadas tasas de paro, no solo de los empleados, sino de los empresarios y profesionales. La única manera de remediar, mal que bien, tal carga es mediante unas altísimas cotas de impuestos. Muchos de ellos son difíciles de entender, por su carácter indirecto u opaco. Por ejemplo, en la factura del consumo de agua o electricidad, la gran parte no es, propiamente, el servicio correspondiente, sino los impuestos que a él se adscriben. Si bien se mira, se trata de un coste invisible, que los españoles deben pagar como precio por carecer de ciencia.

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