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Amando de Miguel

La deficiente selección de los de arriba

Es el eterno problema de las sociedades dispuestas a prosperar, ser productivas e influyentes: cómo escoger bien a las personas que van a mandar.

Es el eterno problema de las sociedades dispuestas a prosperar, ser productivas e influyentes: cómo escoger bien a las personas que van a mandar.
Las ministras de Derechos Sociales y Agenda 2030, Ione Belarra, e Igualdad, Irene Montero. | EFE

Es el eterno problema de las sociedades dispuestas a prosperar, ser productivas e influyentes: cómo escoger bien a las personas que van a mandar en todos los órdenes. La España contemporánea (las cuatro o cinco últimas generaciones; una generación equivale a unos 30 años) es una de ellas y es la nuestra. Pues bien, esa minoría dirigente no se ha seleccionado con gracia, o, por lo menos, el proceso se ha hecho de forma desigual y turbulenta. Esa ha sido la razón de tantos vaivenes políticos, de las consiguientes sensaciones de fracaso colectivo.

Funciona aquí una especie de ley de hierro. Si la cúspide (de la política, los negocios, la ciencia, la cultura) no resulta bien elegida, los de más arriba escogen a sus equipos o segundos, que serán aún más mediocres. El resultado será el general deterioro de la calidad.

Durante muchos siglos, el principio de selección de los que iban a dirigir la sociedad en sus distintos aspectos fue muy sencillo: la herencia. No es tan irracional como parece. En una sociedad de muchas escaseces, el ambiente familiar es la escuela más eficiente para que se formen los que destacarán en la próxima generación. Naturalmente, en una sociedad compleja, un criterio tan elemental no puede funcionar en todos los trancos del progreso. Conforme se moderniza la sociedad, se confía más en la enseñanza y en los sistemas de selección por el mérito, el esfuerzo, la dedicación.

Cuando hablo de "minorías" o "los de arriba" no me refiero, solo, a los que se alojan en el pináculo del poder político o en la alta dirección de las empresas. Incluyo, asimismo, los que destacan en la creación de la cultura o la transmiten, los que hacen avanzar el conocimiento en todas sus manifestaciones.

El enigma es el siguiente. Hay que averiguar por qué, al final de todos los regímenes políticos de la España contemporánea, han fallado los mecanismos de selección del personal político dirigente. Al menos, en la fórmula innovadora de la Restauración de Cánovas, con la extensión de Miguel Primo de Rivera y la II República, se logró un notable renacimiento cultural. Ese largo periodo de dos generaciones ha sido considerado la Edad de Plata de la cultura española, al tiempo de una economía lánguida. Lo peor fue que la necesaria criba del personal político fue un desastre. Se pretendió continuar con el principio de la herencia, pero España ya no era del todo una sociedad tradicional. Por tanto, la cosa derivó en oligarquía, corrupción y, como remate, conflictos políticos irresolubles. Todavía colean, para nuestra desgracia.

Visto el tiempo desde el presente, las dos últimas generaciones han supuesto un extraordinario desarrollo económico. Durante ese lapso, pocos países en el mundo han igualado tal hazaña. En cambio, ese mismo periodo ha ido mostrando una selección del personal político, con sus más y sus menos, de escaso brillo. Bien es verdad que, como compensación, el sistema de la Transición ha logrado afianzar la mentalidad democrática de la población. Gracias a lo cual contemplamos con estupor que el Gobierno actual es uno de los más ineptos de toda la España contemporánea.

En síntesis, la necesaria selección de los de arriba falla, siempre, por algún sitio. No hay forma de que cunda, en España, un avance integral de minorías cualificadas. La cuestión no es de falta de inteligencia, porque esa virtud se distribuye de un modo, más o menos, aleatorio. A ese factor hay que sumarle otro más sutil, variable y decisivo: la mentalidad o disposición para el esfuerzo. Ni siquiera lo ha potenciado el desarrollo económico de la sociedad a lo largo de las dos últimas generaciones (desde 1960 hasta el presente); esa es la verdadera constante del discurrir de la vida española. Se dibuja, pues, un círculo vicioso. Una sociedad no propicia el espíritu de superación (need for achievement) cuando prevalece la envidia. Esa sí ha sido la verdadera constante de la vida española contemporánea. Uno no se motiva lo suficiente para ascender en la escala social (política, económica, cultural, etc.) si lo hace, fundamentalmente para dar envidia. Es un estímulo tan general como paupérrimo. Al menos en los tres últimos lustros del franquismo, centrados en el sector público, se propició una selección por el mérito, a través del mecanismo de las oposiciones a los grandes cuerpos funcionariales. Con la llegada de la democracia, el sistema empezó a decaer. El ideal de los jóvenes universitarios de hoy es llegar a un puesto funcionarial. Pero atraen mucho los nombramientos a dedo de los asesores o el movimiento de convertir los interinos en puestos fijos. Es el triunfo de la mediocridad, la abdicación de la ética de trabajo.

La cuestión no es sol, política. Llama la atención el escaso conocimiento que manifiestan los científicos o expertos en diversas disciplinas (economistas, vulcanólogos, epidemiólogos, etc.). Al menos los que aparecen últimamente en las pantallas de la tele. No digamos la presencia fantasmagórica del famoso "comité de expertos" que ha debido de asesorar al Gobierno en la pandemia del virus chino.

En definitiva, con una u otra combinación, el resultado es que la sociedad española contemporánea, hasta llegar a la actualidad, no ha propiciado la adecuada extracción de las minorías. Se entenderá la maldita constante histórica del fracaso de todos los regímenes políticos que han tenido que soportar los pacientes españoles de las últimas cuatro o cinco generaciones. Puede que tal adversidad nos haya proporcionado una gran capacidad de aguante, de resistencia.

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