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Amando de Miguel

Mentira y mendacidad

El presidente de Gobierno se comporta como un mentiroso compulsivo.

El presidente de Gobierno se comporta como un mentiroso compulsivo.
Pedro Sánchez. | EFE

Es un lugar común quejarse de que el presidente de Gobierno se comporta como un mentiroso compulsivo. Tampoco nos debería extrañar mucho la impávida tendencia del doctor Sánchez a disimular la verdad, todo en aras de mantenerse en el poder. Nicolás Maquiavelo habría escogido a nuestro caudillo como ilustración de sus apreciaciones políticas.

En la actual sociedad, tan compleja y con tantos intereses cruzados, la mentira ha cobrado carta de naturaleza en todo tipo de relaciones sociales, no solo en la vida política. Se dice, con razón, que solo los niños, los locos y los borrachos dicen siempre la verdad. Vienen a ser, los tres grupos, marginales desinhibidos.

Los españoles no llegamos a la ingenuidad de las costumbres anglicanas en los juicios, como puede verse en tantas películas. En ellos, los testigos, juran decir “la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”. Se trata de un propósito, metafísicamente, imposible. Todo el mundo está al cabo de la calle de que los profesionales no dicen toda la verdad a sus clientes, precisamente, para no agobiarlos mucho. Son las mentiras piadosas. Es evidente que los diplomáticos tienen que mentir de oficio. Desde luego, en los juicios realizados en España, los testigos emiten sus declaraciones de acuerdo con lo que, previamente, han ensayado con los fiscales o los abogados; los jueces están en el secreto. En las negociaciones empresariales lo lógico es que los representantes, de una y otra parte, procuren edulcorar las cifras y los argumentos, de acuerdo con sus respectivos intereses. En la vida pública, los que mandan enmascaran, cuidadosamente, las estadísticas pro domo sua. El Fisco elabora sus normas con la razonable presunción de que los contribuyentes van a ocultar sus ingresos y beneficios todo lo posible. Las cuatro verdades, en plural cuantificado, suelen ser los argumentos que esgrime cada uno para defenderse. Se supone que se oponen a la falsedad reinante o a las razones del contrario.

Así pues, es una obligación cívica desvelar, todo lo posible, las mentiras oficiales, pero en el bien entendido de que la verdad suele ser harto relativa, más bien una cuestión de grado. Tanto es así que resulta sospechoso el espectáculo del aparente entusiasmo que merecen algunas verdades oficiales. Suele ser un signo de servilismo. Como anota, con finura, Nicolás Gómez Dávila, “lejos de ser un criterio de verdad, el consenso universal suele ser un signo de error”. Por eso hay que reivindicar el derecho al disenso. El pensador colombiano fue un adelantado en la expresión de tal derecho.

Resulta dudosa la insistencia con que muchas personas aseguran ir “con la verdad por delante”. Por lo mismo, hay que desconfiar de esas personas que acompañan sus opiniones con la muletilla “¿verdad?”. No menor recelo provoca el latiguillo que deja caer continuamente el doctor Fernando Simón, en sus homilías científicas: “Si bien es cierto…”. Suele ser una argucia para matizar las medias verdades, algo que necesita en su oficio de tranquilizar a la población, alarmada por la pandemia del virus chino. Su obligación es la de demostrar que la pandemia está siendo controlada; así, desde hace seis meses.

En conclusión, no hay que preocuparse demasiado por las falsedades que sueltan los que mandan en sus alocuciones. Solo cabe una cautela: adivinar cuándo tales mentiras pueden ser dañinas para el común. En ese caso habrá que considerarlas, más bien, como mendacidades. Constituyen una de las formas más descaradas del crimen político, aunque no la recoja el Código Penal. No todo lo que está en el mundo aparece reflejado en los códigos.

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