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Amando de Miguel

Nuestro amado Presidente tiene que marcharse

Su axiología es la del pícaro, nada más español: más que principios, ostenta mañas.

Su axiología es la del pícaro, nada más español: más que principios, ostenta mañas.
Pedro Sánchez | EFE

El Presidente va con mayúscula porque no hay más que uno. Es el que a todos nos representa como símbolo, al estar al frente del Gobierno en momentos tan trascendentales de nuestra historia. Destaca tanto que, casi, podríamos decir que semeja la figura del Archipámpano de Occidente. Baste decir que pertenece a la casta de los Sánchez de toda la vida.

Habrá que reconocer, de entrada, sus descomunales méritos personales para llegar al poder (mediante un voto de censura al anterior mandamás) y mantenerse en él, aliado con los separatistas y comunistas. Una vez instalado en el Palacio de la Moncloa y, ocasionalmente, en los alcázares de verano, ha demostrado ser un virtuoso de la propaganda. La tal hazaña esconde otro admirable expediente para la supervivencia: su amoralismo doctrinario. Su axiología es la del pícaro, nada más español: más que principios, ostenta mañas. En consecuencia, se ve obligado a desplegar una insólita mendacidad compulsiva, sistemática, más acorde con los caudillos hispanoamericanos que con los líderes democráticos.

Se observará que nuestro amado Presidente nunca habla de economía, un hábito que choca mucho con su rara titulación de doctor universitario en la materia. Lo hace por sagacidad, para no hacer ver su prepotencia intelectual o científica.

A pesar de las tachas mencionadas, hay que reconocer que muchas personas ilustradas admiran el talante de sosiego que transmite la posición hierática del doctor Sánchez. Obsérvese su gesto inconsciente de cubrir, suavemente, el cuerpo con la mano a la altura del diafragma. Es el mismo movimiento automático que desplegaba Enrique Tierno Galván, otro gran comediante. En ambos casos, supone una expresión de timidez, que hace querible al sujeto. A pesar de lo cual, el hecho es que el doctor Sánchez no se atreve a salir a la calle. En cuanto lo hace, se ve abucheado por los viandantes; desagradecidos. En definitiva, estamos ante una especie de despotismo sin lustro y con afectación.

Lo más grave es que nuestro amado Presidente ha tenido que gobernar con unos cofrades sospechosos. Unos, los que no se sienten españoles; otros acarrean ideologías fuera de la Constitución o, por lo menos, muy alejadas de los usos de otros Gobiernos europeos. Nos encontramos ante el espectáculo de un titiritero.

Se comprenderá, ahora, lo peliagudo que ha debido de ser la gobernanza con una hueste tan extravagante. No es de extrañar, pues, que la gestión de la pandemia del virus chino haya sido un completo desastre. No le va a la zaga la resolución de la crisis económica. Baste advertir que España ostenta los índices de desempleo y de inflación más elevados de la Unión Europea, y eso que las artimañas estadísticas de nuestros leales funcionarios disimulan, parcialmente, el fenómeno. El remate ha sido la incapacidad de sus ministras para resolver la reciente huelga de transportes. A la cual le han colocado la etiqueta alternativa de "paro", como se hacía en la época de Solís Ruiz. De nada ha servido el hecho de contar con unos sindicatos domesticados y unas asociaciones patronales, igualmente, subvencionadas; otra herencia del franquismo.

La conclusión lógica del diagnóstico anterior es que nuestro amado Presidente debería dimitir. O, quizá, sería más consonante con el personaje que convocara elecciones con la previa decisión de no presentarse a ellas como candidato. Mejor, todavía: tendría que dejar la política nacional, después de despedir al equipo ministerial más incompetente de la historia española contemporánea.

Lo que pasa es que, hoy, resulta anacrónica la defenestración de los poderosos de la política. Una salida decorosa para nuestro amado Presidente sería la de empuntarlo hacia arriba. Por ejemplo, dada la vacuidad de sus discursos, el doctor Sánchez haría un encomiable papel de melancólico componedor como secretario general de la OTAN o de la ONU. Sería la forma más elegante de quitárnoslo de encima.

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