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Amando de Miguel

Sobre las batallas lingüísticas

He recibido muchas docenas de emilios animándome a que siga adelante sin hacer caso de algunos catalanes que me insultan por el asunto de la lengua. Insisten en que la mayoría de los catalanes están muy lejos de opinar lo que expresan los cernícalos que yo cito. Me consta que es así, pero esta seccioncilla debe recoger las diatribas y quejas en torno a la lengua. Por eso las traslado a la pantalla. Por lo demás, agradezco vivamente las muestras de ánimo y afecto. Por lo menos se prueba una de mis tesis, que lo de la lengua no conduce a la indiferencia, sí al sentimiento. Sigo en mis trece con el gatuperio léxico aun a costa de recibir algún que otro improperio o vituperio.
 
Maribel Torbeck (Stuttgart, Alemania) me pide la opinión sobre la decisión de la Real Academia de España de aceptar que se pueda decir trenta y vente, en lugar de “treinta” y “veinte”. Es la primera noticia. No me parece razonable. Puede que sea la influencia del catalán, a punto de ser lengua oficial en toda España y quizá en toda América. Por eso se oye en Madrid lo de “me saco el sombrero” (¿dónde estaría metido?), “tirar adelante” o “por lo que hace referencia”. Será cosa de lo multicultural.
 
Rafael Agüera Lizaso me coge en una falta que cometo por doquier. Escribía yo: “Con lo fácil que hubiera sido decir”. Don Rafael, con buen tino, me advierte que lo correcto debe ser: “Con lo fácil que habría sido decir”. Tiene toda la razón. Solo puedo decir en mi descargo que hice el bachillerato en San Sebastián y desde entonces tengo dentro algunos vasquismos que no logro erradicar. Por ejemplo, ese de confundir el pluscuamperfecto con el condicional. Me consuela un poco que un donostiarra de pro (y para mí el mejor novelista del siglo XX), Pío Baroja, también incurría en la misma vacilación. Trataré de enmendarme, aunque los errorcillos de origen geográfico no los considero graves.
 
Jesús Gutiérrez (Málaga) me escribe una documentada misiva sobre la batallona cuestión de cuál pueda ser el gentilicio aplicable a los habitantes de Castilla y León. Habría que precisar los residentes pero también los nativos de esa región, ahora comunidad autónoma. Yo soy zamorano de nación y en mi familia siempre he oído que somos “castellanos”. Desde luego, sería ridículo decir que somos castellanoleoneses o, peor aún, castellanos y leoneses o castellano-leoneses. Cierto es que León fue un reino y luego vino el condado y el reino de Castilla. Mi opinión es que los residentes o nativos de Castilla y León serán leoneses si se adscriben a la actual provincia de León, y castellanos si pertenecen a las restantes ocho provincias. Pero si un zamorano quiere considerarse leonés, en su derecho está. Desde luego, lo más conveniente para el gentilicio de la región en su conjunto es castellanos y leoneses. No es nada ambiguo o confuso. Llevamos juntos más de mil años y no vamos a reñir ahora. Claro que, en rigor, los riojanos y los montañeses (cántabros o santanderinos) también pueden ser castellanos por la Historia. Pero si no quieren serlo, tampoco pasa nada. Me acuerdo de un frutero de Broadway, al lado de la Universidad de Columbia, cuando yo estaba allí de estudiante. El frutero era negro como el carbón, puertorriqueño de origen. Muchas noches íbamos a comprarle frutas. El hombre nos recibía solícito con este saludo: “¡Yo también soy español!”. Pues estupendo.
 
Me escribe una conmovedora misiva Francisco José Lorenzo Quiles, de Guardamar del Segura (Alicante), “el ultim poble del’s països catalans”. Corresponde a la salida al mar de Orihuela. Es una comarca que toda la vida de Dios ha sido castellanoparlante, pero ahora debe “normalizarse”. Es decir, los niños tienen que recibir la enseñanza pública en valenciano. Algunos padres decidirán enviar a sus hijos a colegios murcianos. Supongo que a los de Guardamar no les servirá de consuelo el dato de que ese mismo irracional proceder sucede en algunas otras zonas que son frontera lingüística. Es un claro contradiós, pero los políticos no se compadecen con el sufrimiento de sus súbditos. Digo bien en este caso, súbditos, que no ciudadanos. La distinción me la enseñó mi antiguo profesor Manuel Jiménez de Parga.
 

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