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Antonio Robles

Normalizar el mal

Esa acción de normalizar el mal está detrás de todos los excesos nacionalistas, desde el primer Gobierno de Pujol.

Quienes asisten hoy estupefactos al aquelarre fascistoide en Cataluña tienen razones para ello, pero su extrañeza no se debe a que haya surgido de pronto, sino a que no han reparado en la naturaleza sibilina del nacionalismo en el pasado.

Durante todos estos años, los signos y maneras del fascismo clásico fueron minuciosamente ocultados por el catalanismo para lograr llegar a sus fines sin alertar a sus víctimas. Ya no alardean de correajes, de simbología militarista, de su lenguaje matón, ni ejercen la violencia expresa. En su lugar, se adornan con la filosofía de la no violencia, se presentan como víctimas y dan lecciones de retórica democrática. Hasta la irrupción del procés. Con él han salido de sus madrigueras y se han mostrado como siempre han sido, clasistas, supremacistas, y la última hornada como simples fanfarrones fascistas. De ahí que tantos hayan caído de la higuera ahora.

Todo comenzó con el lenguaje. Con la manipulación del lenguaje, para ser más exactos. Mediante una palabra clave: normalización. Como sustantivo, como adjetivo, como verbo, es un concepto multiusos. Usado hasta la saciedad, explica la norma, el modelo de sociedad étnica buscada, el ADN exclusivo y excluyente de ser catalán. Eso es la normalización, la norma, la acción lenta pero persistente de normalizar la exclusión, el abuso, la prevaricación, la corrupción, el desprecio por la ley. La forma de hacer normal lo obsceno y delictivo. Esa acción de normalizar el mal está detrás de todos los excesos nacionalistas desde el primer Gobierno de Pujol hasta el empeño por normalizar mediante alambradas amarillas hoy su rebelión contra la Constitución y la democracia. Convertir el delito en normal. Y lo están consiguiendo. Por dos razones, porque son marrulleros, astutos y muy ladinos y porque el Gobierno de España se lo está consintiendo. Y encima hay quien juega a ser equidistante.

El primer paso de ese arma de socializar y pervertir conciencias fue la campaña de "la norma" a partir de 1981. Era el nombre de una niña encantadora que nos presentaba "la normalización" del catalán como la recuperación de una lengua perseguida a punto de desaparecer. En realidad, era el caballo de Troya para imponer la inmersión lingüística obligatoria. En esa normalización estaba implícita no sólo la exclusión de la cultura, la historia y la lengua españolas, sino la normalización de esa exclusión. Como ahora con los lazos amarillos, esa voluntad ya explícita de imponer una única manera de ser catalán. Se vende como libertad de expresión ideológica de un pueblo perseguido en defensa de la libertad de sus presos políticos, pero es la marca del territorio, donde las "bestias españolas" no tienen cabida.

Lo ha plasmado con nítida claridad Luis Miguel Fuentes en "Formas de asfixia": los lazos amarillos "no tratan de hacer visible una opinión, sino de inculcar, por aplastamiento, la idea falsa de que, efectivamente, no hay sitio físico, material, para otro pensamiento". Como en la escuela, había que acabar con todo vestigio de la cultura y lengua común de todos los españoles, era preciso imponer "una escuela en lengua y contenidos", era preciso normalizar que lo normal era hablar en catalán, sentir en catalán, lograr que la cultura, la lengua y la nación españolas se vieran como extrañas, extranjeras, incluso enemigas de Cataluña por cualquier niño. Algo a olvidar en el mejor de los casos, y a combatir, en el peor. Ese era el sentido implícito, entonces, de normalizar, como explícito ahora, convertir en normal el supremacismo amarillo.

Si reparan, un ejército nacionalista bien engrasado con el dinero público busca, en cada acción de gobierno y manifestación pública, la unanimidad mediática (tienen lana para ello), y convertir esa unanimidad en normalidad social. Sea ésta el editorial de las doce cabeceras de los medios más importantes de Cataluña en 2009 contra la sentencia del TC sobre el Estatuto, sea la campaña contra la separación de poderes mediante el descrédito de la acción judicial en defensa de los golpistas, sea imponiendo mantras críticos contra el Poder Judicial mediante sofismas como "Hay que acabar con la judialización de la política", sea convirtiendo en enemigos a las Fuerzas de Seguridad del Estado (GC y PN) mediante el uso y abuso de imágenes falsas y pedagogía del odio en el 1-O, sea mediante campañas inventadas de agresión exterior con apariencia de ser contra toda Cataluña, como el mantra de "Espanya ens roba", sea convirtiendo una ideología política, como es el nacionalismo, en la misma Cataluña (Acuérdense de la Minoría Catalana en el Congreso), etc. La cuestión es convertir el delito, la rebelión, el partidismo ideológico, la exclusión, la paranoia, en normal, en general. Es la normalización del mal para lograr sus fines sin atenerse a las normas democráticas.

Sin lugar a dudas, combatir esa normalización del mal es tarea de cualquier demócrata español, y una ineludible obligación del Gobierno de la nación. Sin equidistancias, como por fin ha hecho Albert Rivera en "Carta abierta a Pedro Sánchez".

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