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Cristina Losada

Putin, de socio incómodo a enemigo peligroso

Ahora, el tirano ruso es lo que tenía que haber sido siempre: un enemigo peligroso al que hay que derrotar o derrocar.

Ahora, el tirano ruso es lo que tenía que haber sido siempre: un enemigo peligroso al que hay que derrotar o derrocar.
EFE

Se habla estos días de si Putin está desquiciado o si, como le dijo Merkel a Obama después de reunirse con el autócrata por lo de Crimea, ha perdido el contacto con la realidad. De seguir por ese camino, entramos en zona de sombras o, parafraseando a Koestler, en regiones impenetrables. La sombra se entenebrece si el dirigente al que suponemos casi plena irracionalidad y cero capacidad de su entorno para influirlo es uno que dispone del botón nuclear y tiene costumbre de amenazar con pulsarlo: lo ha hecho dos veces desde que empezó la invasión de Ucrania, pero ya lo hizo en 2014, cuando la anexión de Crimea, frente a la expectativa de sanciones.

No parece mucho más racional lo que nos plantean algunos sobre los móviles de Putin para hacerse, como sea, con una esfera de influencia a la que cree que Rusia tiene derecho como gran potencia. La idea es que Putin pertenece a una generación de antiguos funcionarios de seguridad soviéticos que nunca aceptaron que el resultado de la Guerra Fría fuese la derrota del imperio soviético y su desmembramiento. Lo que les interesaría, por tanto, y así lo dice Ivan Krastev, no es escribir el futuro, sino reescribir el pasado. El móvil de esta invasión, como el de las anteriores en Georgia o Crimea, sería entonces la revancha y el objetivo, un retorno a los viejos tiempos, a una mítica Edad de Oro. Un imposible.

Sin descartar que algo puede haber en estas argumentaciones que pertenecen más al terreno de la psicopatía, conviene buscar la racionalidad que puede haber guiado esta invasión de Ucrania ante las mismísimas narices de la Unión Europea. Es verdad que Putin, en el discurso que pronunció para justificar la agresión, habló largamente del pasado, en concreto de los últimos cien años, para condenar todo lo que hicieron sus predecesores, bolcheviques incluidos, y todo lo que ha hecho Occidente supuestamente contra la magnificencia de Rusia. Pero esto, si me permiten, forma parte de lo que hemos dado en llamar relato. Bien conocemos aquí este tipo de cuentos que se anclan en el pasado. Son cuentos que hay que hilar para tocar la fibra nacionalista y justificar actos que no tienen un pase. Hasta los autócratas deben buscar el apoyo de la población para acciones que pueden tener un alto coste para ella.

Putin midió el coste-beneficio de la invasión de Ucrania. Supuso que, igual que cuando lo de Georgia y lo de Crimea, las represalias no sobrepasarían ciertos límites. Y no iba mal encaminado. Las sanciones económicas tienen costes para los sancionados, pero también para los que sancionan cuando el país señalado no es de medio pelo. Los perjuicios son de ida y vuelta si el país a sancionar está incardinado en el sistema financiero global, suministra cantidades estratégicas de gas natural y petróleo y es uno de tus principales socios comerciales, como es el caso de la UE. La dependencia de Rusia en lo energético, los lazos con la Rusia de Putin en lo comercial y financiero, todo ello ha sujetado y sujetará a los Estados europeos a la hora de las sanciones. Sí, han tomado decisiones sin precedentes, pero no son tan letales como se proclama. El error de la UE, sobre todo de Alemania, fue tratar a Putin como a un socio: un socio incómodo, sí, pero al que se podía mantener domesticado jugando a la piñata de los buenos negocios.

No calculó mal Putin el coste. Partía de que nadie enviaría tropas para ayudar a Ucrania. No iba a hacerlo la UE, que en estas décadas ha debido de gastar en defensa lo mismo que en agua mineral para las reuniones, pero la OTAN tampoco. Puede que no esperara despertar tanta resistencia armada en la propia Ucrania, aunque la superioridad militar rusa podrá aplastarla. Pero lo que seguro calculó mal el autócrata es el efecto político de su uso de la fuerza bruta. El primer efecto político de esta invasión es que Putin ha dejado de ser el socio incómodo con el que se comercia por interés y el adversario problemático con el que hay que convivir. Ahora Putin es lo que tenía que haber sido siempre: el enemigo peligroso al que hay que derrotar o derrocar.

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