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David Jiménez Torres

Ni me acuerdo de Salinger

Eso me falta, la honda huella causada, algún día, en alguna persona que usaba nuestro nombre. Sin eso parece que escribir sobre un escritor y una novela, y sobre todo sobre este escritor, y sobre todísimo sobre esta novela, es una ridiculez.

Es un atardecer frío y seco en la capital, y sale la noticia de que ha muerto Salinger. Y me acuerdo de otra tarde-noche tan fría como ésta, cuando una amiga de mi madre me regaló una copia de segunda mano de El guardián entre el centeno. Yo tendría trece años. Habemus columna.

Pero de pronto me doy cuenta de que no recuerdo nada de El guardián entre el centeno. Pero nada, nada. Rebusco, me concentro. No, nada aparte de ese recuerdo inicial, del "creo que te gustará". Bueno, espera, que el protagonista se llamaba Holden y era un rebelde; pero me entra la duda de si eso no lo estaré recordando de la noticia que acabo de leer sobre la muerte del autor. Compruebo; efectivamente: "las aventuras del joven rebelde Holden Cauldfield". Vaya. Algo sobre Nueva York. Algo sobre una hermana. Y ya. Llamo a un amigo: "¿El guardián entre el centeno? Buf, fue hace mucho... ni me acuerdo". A una amiga que está preparando unas oposiciones: "No, no me acuerdo de nada... ni de qué iba, no". ¿Cómo puede ser que el relato iniciático nos entrara a algunos por una pupila y nos saliera por la otra? ¿Que precisamente esta novela haya ido a parar al extraño limbo de los libros que no dejan más que la equis en la casilla?

Bueno, siempre se puede repasar para el examen; si no hay una copia que ojear en casa, seguro que en el Proyecto Gutenberg o en alguna otra página la encuentro. Pero reemplazar un saber funcionarial por otro es una farsa, porque seguirá faltando lo esencial: ese sentimiento que produjo la novela al leerla, ese hondo suspiro al terminar la última página. Todo eso que en este momento estarán reviviendo y estrujando cientos, miles de columnistas y escritores a lo largo y ancho del mundo; convulsiones sentimentales sacadas del congelador y metidas en el microondas, para servir luego en perfiles, homenajes y obituarios de mayor o menor suntuosidad. Eso me falta, la honda huella causada, algún día, en alguna persona que usaba nuestro nombre. Sin eso parece que escribir sobre un escritor y una novela, y sobre todo sobre este escritor, y sobre todísimo sobre esta novela, es una ridiculez. Así que nada, cancelamus columna.

Pero se me ocurre que quizás esto, y no lo otro, era precisamente lo que el famoso recluso deseaba. Solemos suponer que la reclusión de un famoso, sobre todo de un literato, se debe a que ya ha logrado todo lo que ambicionaba y ahora, asegurada la inmortalidad, desea abstraerse de sus molestas consecuencias. Pero cabe preguntarse cómo de retroactivo es ese desdén por lo logrado. En otras palabras, si con su desaparición del mundo Salinger deseaba no solamente borrarse del presente, sino borrarse también del pasado. Que nos olvidáramos de él, pero de verdad. Que a falta de nuevas fotos que poner en portada, El guardián entre el centeno dejara de reeditarse, fuera desapareciendo lentamente de los temarios, acumulando polvo en estanterías cada vez más recónditas de la biblioteca. Que el viento fuera cubriendo la monstruosa huella de un clásico literario. Al abstraer su persona, ¿deseaba también abstraer su obra? ¿Quería convertirse en una de esas vidas tan de cuento americano, de gasolinera en medio de Arizona, de guardabosques en Minnesota? ¿Y deseaba que esa enmienda fuera a la totalidad? ¿Haber sido siempre un guardabosques, un empleado de gasolinera?

Solemos considerar tristísimo que un autor caiga en el olvido. Puede que Salinger sea el único para el que esto suponga un pequeño homenaje.

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