
Es casi imposible escribir sobre Baroja. O, por ser más preciso, es casi imposible escribir sobre todo Baroja. Su obra es tan extensa que solo algunos lectores prodigiosos -del nivel de Juaristi, Mainer o Amorós- Pueden escribir sobre ella en su totalidad. Los demás debemos contentarnos con escribir sobre nuestro Baroja; es decir, sobre ese pequeño fragmento del escritor vasco que en algún momento se cruzó en nuestro camino y que nos ha acompañado desde entonces.
Conviene destacar este rasgo definitorio de Baroja -que comparte con un selecto grupo de escritores igualmente inabarcables, como Galdós- ahora que se cumplen 150 años de su nacimiento. Frente a los intentos de encasillarlo, y ante episodios mezquinos como la negativa a concederle la Medalla de Oro de San Sebastián, celebremos que ha habido tantos Barojas como lectores se han acercado a sus obras. Celebremos incluso lo extraños y contraintuitivos que son algunos de esos Barojas, la posibilidad de que alguno de ellos habría sorprendido al propio escritor.
Mi Baroja es británico, por varios motivos. El primero es que en mi tesis doctoral manejé su novela ambientada en Londres, La ciudad de la niebla (1909). Estudiaba la imagen de Inglaterra en la España de principios del siglo XX, y me interesó el retrato que hace Baroja de una ciudad neblinosa y sucia, en la que conviven extremos de riqueza y de miseria. Se trata de una visión muy clásica de aquella urbe, que podría figurar tanto en una novela de Dickens como en una de la segunda posguerra. Más propio de su tiempo es la fijación por los revolucionarios de todos los rincones de Europa que han recalado en Londres; esos anarquistas y nihilistas que traman levantamientos populares mientras rebuscan chelines con los que pagar una semana más de pensión. En este sentido, La ciudad de la niebla está hermanada con dos de las grandes novelas de aquellos años: El agente secreto (1907), de Joseph Conrad, y El hombre que fue jueves (1908), de G. K. Chesterton. Sorprende que tres temperamentos humanos y estilos literarios tan distintos pudieran converger de esta manera.
Lo que más me atrajo de aquella novela, sin embargo, fue la descripción de la primera noche en Londres de la joven protagonista española. Creo que resume bien el estado de ánimo de cualquier extranjero que esté iniciando una nueva vida en ese país:
Desde la ventana se veía la calle asfaltada, brillante por la humedad. De noche, a la luz de los faroles, parecía un canal ancho lleno de agua inmóvil. Constantemente resonaba el ruido de la lluvia, y se oía acercarse o alejarse el trote de los caballos de los coches en el silencio de la calle. […] A lo lejos, dos veletas con dos gallos parecían signos de interrogación en el aire.
Leer a Baroja en Inglaterra

Mi Baroja también es británico porque enseñé algunas de sus novelas durante los años que trabajé como profesor en aquel país. Don Pío no era tan popular entre los estudiantes ingleses de Hispánicas como lo eran el Lorca del Romancero gitano o el Unamuno de Niebla. Pero sí ejercía una peculiar atracción sobre algunos de ellos, especialmente cuando leíamos El árbol de la ciencia (1914). Aquella novela daba pie a debates en clase sobre la relación entre la ciencia y la vida, o entre el concepto de "Europa" y las culturas nacionales de cada país -tema fundamental en aquellos años en que ya se planteaba el referéndum del Brexit-; o sobre la compleja dialéctica entre intelectuales y pueblo. Muchos estudiantes se apoyaban en los análisis de hispanistas como Anthony M. Zahareas y C. A. Longhurst, cuyas obras encontraban en la biblioteca de la facultad. También había lecturas más creativas: una chica especialmente brillante escribió un trabajo sobre los distintos tipos de ennui que encarnaban los protagonistas de El árbol de la ciencia, Madame Bovary, El extranjero y La náusea.
Más allá de lo que comentábamos en clase, recuerdo que algunos estudiantes parecían conectar especialmente bien con la figura del protagonista, Andrés Hurtado. Muchos de ellos destacaban en sus trabajos la dificultad de Hurtado para vivir, y terminé pensando que veían en aquel conflicto algún reflejo de sí mismos. Recuerdo, por ejemplo, a un estudiante muy tímido e inteligente que escribió acerca del intelectualismo del protagonista, y por qué esto no era una ventaja sino más bien una maldición que contribuía a su trágico aislamiento. Poco después de leer aquel trabajo vi por casualidad al estudiante en cuestión desde la ventana de mi despacho. Caminaba cabizbajo entre los edificios del campus de Humanidades, algunos pasos por detrás del resto de sus compañeros.
No sigo en contacto con ninguno de mis antiguos estudiantes. Ni siquiera sigo viviendo en Inglaterra. Pero quiero pensar que alguno de ellos aún recuerda lo que sintió al leer aquellas páginas, del mismo modo que yo recuerdo lo que escribieron y dijeron en nuestra asignatura. Esos recuerdos son la verdadera obra de Baroja. Del mío, al menos.