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EDITORIAL

La amenaza separatista, más viva que nunca

Las principales instituciones catalanas están en manos de sus partidos y el Gobierno depende de formaciones como Bildu y ERC.

Todas las encuestas electorales coinciden en aventurar que el separatismo superará por primera vez la barrera del 50% de los votos en los próximos comicios autonómicos catalanes. Por un lado enflaquece el apoyo a la independencia, pero por otro aumenta la cuota electoral independentista. Los partidos que enarbolan la bandera de la secesión no ocultan que si obtienen más de la mitad de los votos volverán a la carga para derribar al Estado en Cataluña. El pasado viernes, con ocasión de la fiesta regional del Principado, las organizaciones separatistas Assemblea Nacional Catalana (ANC) y Òmnium les pedían un nuevo embate.

La aguda crisis entre las formaciones encabezadas por el prófugo Carles Puigdemont y el preso Oriol Junqueras, Junts per Catalunya (JxCat) y ERC, la dispersión de las facciones posconvergentes, la fatiga de las bases independentistas y la mayúscula incompetencia del Gobierno regional, presidido por Quim Torra, son algunas de las razones que explican el vagar mortecino del separatismo, su actual falta de fuelle y pulso callejero. El independentismo está en un trance de pausa, a la espera de que mejoren las condiciones objetivas para atentar de nuevo contra la democracia y al menos la mitad de la población de Cataluña.

Personajes como Torra, que esta semana promete visitar Madrid para montar un show a las puertas del Tribunal Supremo, que el jueves decidirá sobre el recurso de su defensa por la sentencia que le inhabilita por desobediencia, mantienen el motor del separatismo al ralentí y acumulan supuestos agravios para la próxima fase del proceso. Entre tanto, el Gobierno Sánchez trata de hacer todo lo posible por mantener vivo el separatismo, por llevarle en volandas hacia esa próxima fase. De ahí la mesa de diálogo que a toda costa quiere celebrar Pedro Sánchez a pesar de los insultos y desprecios de Puigdemont, Torra y Junqueras; de ahí las deliberaciones en el Ejecutivo sobre el indulto a los golpistas que este domingo confesaba Pablo Iglesias en La Vanguardia; de ahí también que el ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, no tenga empacho en confirmar la reforma de los delitos de sedición y rebelión que prometía Sánchez el pasado lunes, la puerta por la que la próxima intentona separatista no tendrá réplica judicial.

La situación no ha hecho más que empeorar desde octubre de 2017. Se refutará que muchos de los golpistas están en la cárcel y que media docena de ellos huyeron de España, pero las principales instituciones catalanas están en manos de sus partidos y el Gobierno depende de formaciones como Bildu y ERC sin que eso parezca un problema para Sánchez, sino todo lo contrario.

Una de las principales tareas del Gobierno ha sido la de desmovilizar al electorado constitucionalista, desactivar las organizaciones de las que se había dotado parte de la sociedad civil catalana para hacer frente al separatismo, desalentar el asociacionismo y desandar lo que se había conseguido en manifestaciones como la del 8 de octubre de 2017, cuando un millón de personas salió a las calles de Barcelona para parar el golpe de Estado alentados por el discurso del Rey del 3 del mismo mes.

Ahora no hay ningún plan contra el separatismo. Ciudadanos, que ganó las pasadas autonómicas, puede quedar reducido a la insignificancia en la que ya se encuentra el PP, y la posible irrupción de Vox en la Cámara catalana no tendrá ningún reflejo en el equilibrio de fuerzas. Que el separatismo no haya tenido una presencia significativa en la calle este último 11 de Septiembre no significa que haya dejado de ser un peligro, tal como pretenden hacer creer a la sociedad Sánchez e Iglesias y como pudiera desprenderse de la pasividad de Pablo Casado e Inés Arrimadas. La división de los separatistas es un hecho tan contrastado como que a la más mínima oportunidad volverán a unirse en el objetivo de derrotar al Estado, y todo apunta en estos momentos a que será con el consentimiento e incluso la complicidad del propio Estado.

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