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Eduardo Goligorsky

Marchan sumisas hacia el abismo

Duele observar cómo en muchos países civilizados de Occidente, pletóricos de libertades, cientos de miles de mujeres marchan sumisas hacia el abismo del desbarajuste social.

Duele observar cómo en muchos países civilizados de Occidente, pletóricos de libertades, cientos de miles de mujeres marchan sumisas hacia el abismo del desbarajuste social.
EFE

Duele observar cómo en muchos países civilizados de Occidente, pletóricos de libertades, cientos de miles de mujeres marchan sumisas hacia el abismo del desbarajuste social. Obedecen las instrucciones y consignas de una constelación de ideólogas e ideólogos surgidos de élites autoritarias, que nadie ha elegido por medios democráticos, para que hagan lo que están haciendo: guiar al rebaño y lavar cerebros. De lo cual resulta que las mujeres que creen estar luchando para emanciparse actúan con la misma disciplina ciega que reprochan a sus abuelas, presuntamente sometidas a la tiranía patriarcal, aunque ahora a ellas las manejen déspotas de su mismo sexo. O del mismo género, para decirlo en la lingua franca de la confusión nihilista.

Vocación revolucionaria

La huelga del 8-M movilizó en España a muchas mujeres que, si hubieran leído los manifiestos de las convocantes, habrían concurrido como todos los días a sus lugares de trabajo o de estudio, o habrían invertido su tiempo en las denigradas tareas del hogar. Los grupúsculos feministas de Cataluña, nacidos del magma antisistema que funciona a espaldas de la sociedad organizada, se conchabaron para lanzar una proclama sectaria que usurpaba la representación de todo el colectivo (LV, 8/3). En ella, faltaría más, exigían, discriminando a los hombres, "la libertad de las presas políticas y exiliadas, así como la libertad de todas las mujeres injustamente encarceladas". Sin especificar quiénes son estas últimas. ¿Tal vez las que eliminaron a algún marido o pareja?

El manifiesto de las valquirias catalanas no oculta su vocación revolucionaria y pide plantar cara al "orden patriarcal, racista, colonizador capitalista", lo que invita a pensar que rechaza la intervención de los "colonizadores capitalistas" empeñados en rescatar de la ablación y la esclavitud a las mujeres del Tercer Mundo. Por supuesto, también reivindica en el ámbito educativo una red única de enseñanza pública y gratuita, lo que apunta explícitamente contra las escuelas religiosas y concertadas, sin tocar las de inmersión lingüística y adoctrinamiento identitario.

El texto periodístico se completa con una información que demuestra hasta qué punto estas féminas han perdido el oremus al comulgar con el estrambótico credo animalista:

En el extenso manifiesto también hay espacio para vindicar "la tortura que sufren los animales no humanos" al entender en este sentido que no se puede "perpetuar nuestro privilegio de especie por encima de los derechos y libertades de otros seres".

Hay que reconocer, sin embargo, que existe una cuestión en la que las feministas radicales catalanas conservan un vestigio de sensatez: defienden los derechos de las trabajadoras sexuales, en tanto que sus congéneres madrileñas las dejan libradas a su suerte, sin gremio ni Seguridad Social, para no chocar con las puritanas prohibicionistas del PSOE.

Tara genética

No podía faltar, en medio del aquelarre, el hombre que se autoerige en redentor de la masa femenina inexperta, a la que pretende esclarecer con su sabiduría paradójicamente patriarcal. Y que para hacerse perdonar la naturaleza impura de su género recurre a un arsenal de fórmulas maniqueas. El catedrático Manuel Castells cruza el umbral de la estulticia cuando intenta justificar con lenguaje científico –al estilo nazi– el odio irracional de las supremacistas matriarcales contra nosotros los varones, víctimas de una tara genética que nos convierte en homínidos de raza inferior, portadores endémicos del mal ("Feminismo: alerta roja", LV, 9/3). Diagnostica el sabelotodo:

Hay un pasado milenario de dominación que llevamos inscrito en nuestras redes neuronales.

No aclara cuál fue la terapia que aplicaron a su red neuronal para devolverlo a la condición humana y enrolarlo en la cruzada feminista. ¿Acaso mediante una lobotomía, una serie de electrochoques o un tratamiento en un campo de reeducación al estilo cubano o chino? En todo caso, las mujeres deben vernos como el enemigo emboscado, y a partir de esta premisa Castells desarrolla su catálogo de insidias, que empieza así:

La violencia doméstica aumenta porque a la que sale respondona se la somete a golpes, como siempre se hizo. Para eso sirve la fuerza física superior, aunque esto va siendo distinto conforme las mujeres aprenden técnicas de defensa personal.

En cuanto a las blandengues (¿o serán blandengas?) que no aprenden judo y apoyan al PP, Ciudadanos y Vox, Castells confía en el rigor de las comisarias del KGB femenino: "Las mujeres están tomando nota de las traidoras para desenmascararlas en público". ¿Las raparán al cero en las plazas? ¿O las marcarán con la letra escarlata del cuento de Nathaniel Hawthorne?

Castells confiesa que creía que el papa Francisco era "uno de los pocos líderes morales que quedan en el mundo". Pero lo decepcionó cuando dijo que "el feminismo es machismo con faldas". ¿Cómo pudo soltar tamaña blasfemia? El desencantado feligrés reacciona: "En realidad, la explicación es muy sencilla: por muy Papa que sea, Francisco es hombre". Ah, un miembro de la raza inferior con la tara milenaria en la red neuronal.

Guerra de sexos

La convocatoria de Castells a la guerra de sexos concluye con la apología de un feminismo idílico al que ni siquiera le falta "el goce del cariño de los animales a los que los bárbaros, a veces reales, quieren cazar", y reitera el bulo de que la mujer "está en la raíz de la paz y contra la guerra". La historia demuestra la mendacidad de quienes asocian el poder femenino con la paz y el masculino con la guerra. Hubo muchas mujeres al frente de Gobiernos que libraron guerras con otros países o fratricidas.

Recordemos a la emperatriz Catalina de Rusia, la reina Victoria en Gran Bretaña, Indira Gandhi en India, Benazir Bhuto en Pakistán, Sirimavo Bandaranaike en Sri Lanka, Golda Meir en Israel, Margaret Thatcher en el Reino Unido, la premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi en Birmania. Con el añadido de cónyuges de dictadores muy cómodas en su papel despótico, como María Eva Duarte de Perón en Argentina, Elena Ceaucescu en Rumanía, Jiang Qing (Madame Mao) en la República Popular China y Rosario Murillo en Nicaragua. La lista podría prolongarse hasta el infinito si incluyéramos a las líderes y las sicarias terroristas y guerrilleras de las bandas Baader-Meinhof, ETA, Montoneros y otras que sembraron la muerte por todo el mundo. El sadismo de Winnie Mandela la hizo acreedora al repudio de su marido Nelson.

Posverdades desmentidas

Lorenzo Bernaldo de Quirós contribuye a desmentir en su muy documentado artículo "La condición de las mujeres" (LV, 16/3) el entramado de posverdades sobre el que descansa el "ejercicio propagandístico con aderezos demagógicos" del 8-M. Cita, por ejemplo, el último Women Peace and Security Index de la muy progresista universidad estadounidense de Georgetown, que analiza el estatus de las mujeres en 153 Estados que acogen al 98 % de la población mundial. En él se toman en cuenta estos factores: la inclusión económica, social y política; el trato ofrecido por la justicia, medido por las leyes formales y las discriminaciones informales; y la seguridad, subdividida en tres modalidades: violencia de género, violencia organizada y seguridad comunitaria. En esta clasificación, España ocupa el quinto mejor lugar, solo superada por Islandia, Noruega, Suecia y Eslovenia. Los otros estudios que cita el artículo también sitúan a España en puestos de privilegio cuando se mide la igualdad de sexos.

Agrego de mi cosecha que los cínicos manipuladores de estadísticas ofenden la inteligencia de las personas racionales cuando, para justificar la campaña contra la estigmatizada raza masculina, computan como un acto de violencia machista el del octogenario que mata en el geriátrico a su compañera de la misma edad y después se suicida. Las jeremiadas morbosas de estos mistificadores no toman en cuenta el padecimiento atroz que se oculta detrás de este episodio trágico que se repite periódicamente en ausencia de la ley de eutanasia y suicidio asistido.

Infierno de la soledad

En las antípodas del campo de batalla sembrado de competitividades arbitrarias y resentimientos inculcados por activistas encuentro un remanso de sensibilidad conmovedora en el artículo de Fernando Savater titulado "Familia" (El País, 16/3). Evoca en él la felicidad de la que gozó junto a Sara, su pareja, y equipara la soledad con el infierno tras haberla perdido hace ahora cuatro años. También hace ahora cuatro años que entré en el infierno de la soledad cuando perdí a Anita, después de haber compartido con ella sesenta años de matrimonio. Sesenta años. Es fácil decirlo. Abarcan los altibajos generados por tan larga convivencia entre dos seres pensantes. Pero cuando uno ingresa en el infierno de la soledad y en el tramo final de la existencia, todo lo que recuerda de aquellos años se puede resumir en una palabra que encierra un tesoro irrecuperable: ternura.

Compadezco a las guerreras que, para sentirse poseedoras de la igualdad ficticia impuesta por decreto, se ponen al servicio de unas intelectuales avinagradas con ínfulas mesiánicas y optan por la rivalidad disociadora desdeñando –como si fuera cursi y anacrónica– la armonía consensuada con la pareja, indispensable para conquistar este tesoro terrenal –la ternura– cuya pérdida abre una herida que no cicatriza jamás.

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