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Emilio Campmany

¿Qué hacemos con Urdangarin?

Cada nueva revelación mina un poco más el frágil edificio de la Monarquía, asentado sobre el todavía más frágil de la nación.

Cada nueva revelación mina un poco más el frágil edificio de la Monarquía, asentado sobre el todavía más frágil de la nación.

Esteban González Pons, felizmente recuperado para los titulares de periódico, ha dicho muy serio que quien la hace, la paga, aunque sea de la familia más importante. Está muy bien. Pero quizá debería haber sido algo más preciso, porque, aunque estuviera pensando en Urdangarin, alguien podría exigir que la norma rija para la infanta. Lo mejor será que la próxima vez diga que quien la hace, la paga, aunque su familia política sea la más importante. Es conveniente la matización porque cuando la pertenencia a esa familia tan importante se debe a lazos de consanguinidad, el principio no se aplica con tanta energía. De hecho, doña Cristina, debiendo haber sido llamada a declarar por lo menos como testigo, no ha tenido que comparecer. Y aunque tuviera que hacerlo en el futuro lo haría, por ser infanta, con el privilegio de poder declarar por escrito. Es ésta una ventaja muy gorda porque no sólo permite reflexionar cuidadosamente qué se va a responder, sino que quien interroga no puede repreguntar si se ha contestado con contradicciones o evasivas.

Pero ya veremos qué hacemos con la infanta. Lo urgente es decidir qué hacemos con su marido. Los más simples dirán que juzgarle y, en su caso, condenarle. Esto no es aceptable. El asunto se prolonga, se amojama, y cada nueva revelación mina un poco más el frágil edificio de la Monarquía, asentado sobre el todavía más frágil de la nación. Y mientras no demos un destino al duque, esta sabandija que responde al nombre de Diego Torres seguirá elevando sus apuestas en su chantaje a todos los españoles.

Los británicos, expertos donde los haya en resolver esta clase de problemas, son mucho más expeditivos. Por ejemplo, cuando sorprendieron al príncipe Harry en pelota picada en un hotel de Las Vegas divirtiéndose con unas lagartonas, el castigo llegó con proverbial inmediatez y lo enviaron a darse barrigazos a Afganistán. La pena fue especialmente severa porque el pobre desgraciado ya había estado en la guerra de Irak y no esperaba tener que repetir la experiencia. ¿No podríamos hacer algo parecido con nuestro duque sablista? Ya sé que no hizo la mili alegando una sordera inexistente, pero podría obligársele a hacer dos meses de instrucción en Melilla y después enviarle de legionario a Herat. Luego, si se porta bien y sus superiores se muestran satisfechos, como el tío es alto y tiene buena facha, podríamos dejarle desfilar el Día de las Fuerzas Armadas junto a la cabra como cabo de gastadores. No lo tomen a broma. A fin de cuentas, es tradicional que en la Legión se alisten hombres perseguidos por la Justicia que desean redimirse convirtiéndose en caballeros legionarios. Don Iñaki, que ya se sabe la letra de La muerte no es el final, debería ir ensayando El novio de la muerte, que es igual de bonita. Ya sé que la idea no cuajará, pero el caso es que algo hay que hacer con este hombre. Y pronto.

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