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COMER BIEN

Achicoria con historia

Durante muchos años, y muy especialmente en los difíciles tiempos de la posguerra, los consumidores asociaban la achicoria con el más difundido de los sucedáneos del café; eran los tiempos en los que al café que se hacía con café, y no con raíz de achicoria, se le llamaba café-café. Hoy hemos dejado de usar para ese fin sus raíces, y disfrutamos de sus hojas, más que nada en ensalada, pero también en otro tipo de preparaciones culinarias.

Durante muchos años, y muy especialmente en los difíciles tiempos de la posguerra, los consumidores asociaban la achicoria con el más difundido de los sucedáneos del café; eran los tiempos en los que al café que se hacía con café, y no con raíz de achicoria, se le llamaba café-café. Hoy hemos dejado de usar para ese fin sus raíces, y disfrutamos de sus hojas, más que nada en ensalada, pero también en otro tipo de preparaciones culinarias.
En realidad, no llamamos achicoria más que a la variedad rojiblanca de Treviso, a la que los cursis llaman radicchio por la misma razón por la que llaman broccoli al brécol, que aporta un bello cromatismo a las ensaladas de las que forma parte; la más conocida y consumida de las achicorias entre nosotros es, seguramente, la escarola. Y hay otro tipo de achicoria, cuya incorporación a los usos gastronómicos españoles es bastante reciente, que conocemos como endibia.

La palabra francesa –la endibia tiene pasaporte belga– era endive, pero no parece que el actual nombre castellano proceda de ella, sino de la latina que determina su especie: intybus. Cómo esa palabra latina acabó escribiéndose con uve en francés y con be en español es cuestión que sobrepasa nuestros modestos conocimientos de filología. Pero lo que sí sabemos es cuándo y dónde nació la endibia.

Su nacimiento fue, de alguna manera, accidental. Allá a mediados del siglo XIX, en las cercanías de Bruselas se cultivaba mucho la achicoria, con el objeto de dedicar sus raíces a la misión que antes apuntábamos, sustituir al café. Un año, la cosecha fue muy superior a lo esperado y a lo que se podía comercializar... y muchos cultivadores almacenaron las raíces sobrantes, muchas veces en establos, protegidas del frío y de la luz. Al cabo del tiempo, vieron que de esas raíces brotaban unas hojas largas, de color blanco amarillento.

Un mal año hizo que estas hojas llegaran al mercado de Bruselas y, a falta de otra cosa, el público las aceptó bien. Hubo que darles un nombre, y se eligió el de witloof, que en flamenco significa literalmente "hoja blanca". A partir de ahí, el cultivo ya fue intencionado, siempre en las condiciones ideales de calor, humedad y, sobre todo, oscuridad, ya que al contacto con la luz las hojas verdean.

Endibias.La endibia llegó a los mercados españoles mucho después, y no se puso de moda hasta la segunda mitad del siglo pasado. Su sabor, amargo, gustó; hay quienes, para mitigar ese amargor, le cortan la base. La forma abarquillada de las hojas hizo que se utilizasen como soporte de un montón de cosas, a modo de canapé vegetal. Y una receta que hizo furor allá por los 70-80 fueron las endibias con salsa de Roquefort.

Pero, además de deshojarlas y aliñarlas, con las endibias se pueden hacer cosas muy ricas. Una de mis recetas preferidas es la que las presenta con la salsa llamada Mornay, que es una derivación, o complicación, de la bechamel. Una receta, como ven, de una cocina que parece haber pasado de moda; una receta, y nunca mejor dicho, del ancien régime... aunque sólo sea por los nombres de los ciudadanos que aparecen en ella: Philippe de Mornay, contemporáneo de Enrique IV, que llegó a ser considerado algo así como el papa de los hugonotes, y Louis de Béchameil, ilustre financiero que llegó a ser maître d'hôtel de Luis XIV y cuyo nombre, sin que al parecer nuestro hombre hiciera gran cosa para merecerlo, lleva esa salsa que el DRAE, en plan supercursi, incluye bajo el epígrafe de besamela, aunque todo el mundo le llame bechamel.

Antes –antes de la llegada de las ollas exprés– la preparación de las endibias llevaba su tiempo. Hoy ese artilugio facilita mucho las cosas, que vienen siendo, más o menos, como sigue: limpias y lavadas al chorro las endibias, y suprimido el tronco y, eventualmente, las hojas exteriores, córtenlas al medio, a lo largo. Pónganlas en una olla exprés con un chorrito de aceite o, si quieren ser fieles a Mornay y Béchameil, un poco de mantequilla, el zumo de medio limón y medio vaso de agua. Cierren la olla y háganlas de cuatro a cinco minutos. Escúrranlas bien y pásenlas a una fuente para gratinar.

Ahora, la salsa: hagan hervir medio litro de bechamel, a la que añadirán 50 gramos de queso de gruyére; remuevan constantemente, hasta que el queso se derrita. Aparten la brasera del fuego y liguen la salsa con dos yemas de huevo batidas con una cucharada de leche fría. Calienten la salsa suavemente, batiéndola bien, hasta que esté a punto de volver a hervir. Fuera del fuego, añadan dos cucharadas de nata fresca. Ha de quedar consistente, pero cremosa.

Finalmente, espolvoreen más gruyère y un poco de parmesano y gratínenlas hasta que la superficie quede agradable y apetitosamente dorada. Sírvanlas inmediatamente, calentitas. Un buen vino blanco, con algo de madera (uno de esos excelentes chardonnays navarros), les hará los honores; unos honores dignos, en serio, del mismísimo ancien régime.


© EFE 
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