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MARIANO BARBA

Compartí chófer con el Campesino

La ralentizada pero todavía inacabada onda expansiva de la Guerra Civil arrojó hasta las lejanas costas de los años 70 esquirlas humanas que no querían hablar ya más que delante de niños, pues, como en los cuentos, pensaban que eran los únicos que podían comprender la magia espeluznante y surreal de aquello. Por eso Mariano Barba, que había sido, según confesó, chófer oficial del líder comunista Valentín González, el Campesino, tenía fama entre adultos de ser "más seco que un ajo porro", que decían en su huertano pueblo, la pedanía murciana de Patiño. Antes, un comunista tenía que parecer comunista.

La ralentizada pero todavía inacabada onda expansiva de la Guerra Civil arrojó hasta las lejanas costas de los años 70 esquirlas humanas que no querían hablar ya más que delante de niños, pues, como en los cuentos, pensaban que eran los únicos que podían comprender la magia espeluznante y surreal de aquello. Por eso Mariano Barba, que había sido, según confesó, chófer oficial del líder comunista Valentín González, el Campesino, tenía fama entre adultos de ser "más seco que un ajo porro", que decían en su huertano pueblo, la pedanía murciana de Patiño. Antes, un comunista tenía que parecer comunista.
Valentín González, EL CAMPESINO.
Mucho después de que lo fuera del Campesino, Mariano Barba también fue mi chófer, siendo yo pequeñito, ya alejada la metralla de la historia de aquellos hechos inolvidables. Nos lo había legado el abuelo, un próspero empresario exportador, a los nietos, cuando murió. Pero ya no nos llevaba, como a él, en un Dodge Dart negro, gemelo al que por entonces llevaba a misa al almirante Carrero Blanco, sino en un Renault 12 blanco y con tapicería de motivos reticulares, uno de los coches más desgarbados que ha dado la historia.
 
Nos sacaba, a los hermanos, los fines de semana en edénicas excursiones regionales; para que respiraran los demás, pues éramos de la piel del diablo. Su cometido era, simplemente, conducir siempre en dirección desconocida. Con la gente mayor se limitaba a los monosílabos o a las frases sobre el tiempo, pero una vez metido en el Renault 12, con los niños amontonados atrás, empezaban a fluir sus reminiscencias por delante del parabrisas, como en un autocine de sesión continua.
 
Estuvo en el frente del Ebro, en aquella Siberia. Dormía en cuevas; pero cuando bombardeaban los facciosos (él siempre los llamó "facciosos") se convertían en cámaras de vacío letales. Nos contaba que si una bomba –o un mortero– explotaba cerca de la boca de la caverna, todos los que estaban en ella morían reventados. Te daba algunas posibilidades más el morder un palo boca abajo, para que no se te metiera el turbión de aire incandescente.
 
Como hacía la gente antigua con los niños, no nos ahorraba ninguna de las escabrosidades necesarias para que comprendiéramos la moraleja de la historia. Por más años que dure, creeré recordar como si acabara de pasar lo que nunca viví, aquel relato de Mariano Barba, chófer del Campesino: un amigo miliciano le pidió un pitillo de aquellos de hojarasca y astillas; al miliciano, mientras Barba le daba fuego, le entró de frente una silente bala explosiva y le volvió la cara como un calcetín. Un segundo después, parecía que el miliciano llevaba puesta en la nuca una careta de goma.
 
Barba se peinaba planchado, como Luis Suárez, aquél que fue jugador del Inter de Milán, y usaba unas gafas –paradójicamente regimentales– de pasta, que verdeaban en los bordes del cristal porque el agua del grifo venía muy clorada. Quería, al morir, ir al Infierno, porque decía que allí estaban todos los cantaores, los bailaores y los toreros, la gente divertida, mientras que el Cielo era muy aburrido, todo el mundo rezando. Espero que se haya cumplido su más íntima voluntad, de ser verdaderamente ésa.
 
Si había matado a alguien, nunca lo supimos. Sí tenía todavía metida en el cuerpo el hambre de los campos de concentración franceses, donde los nietos de la revolución los trataban como a perros sin amo. "Llegaban por las mañanas en una camioneta y nos tiraban hogazas de pan y algún salchichón, de los que sólo podías coger un pedazo, con suerte, para todo el día, y la humedad de aquella playa negra te subía y ya no se te quitaba".
 
Luego, vuelta a casa y al autoimpuesto silencio, pues ya lo tenía todo hablado.
 
Hasta que, decenios más tarde, tuvo que cuidar de unos críos que trataba como a sus nietos, y con los que quiso amenizar las fatigosas carreteras de aquel tiempo. "Carrillo es una buena persona, no le hagáis caso a vuestra madre", decía con una sonrisa filibustera, con diente de oro. Era el único comunista que nos sabíamos de oídas, además de Marx y Lenin, y lo decía por provocar. Le encantaba ver el azoramiento en las caras de la gente correcta. Desde luego, en aquella dictadura muriente le pasaba mucho menos a un comunista sin reconvertir que a cualquiera que diga en un ambiente bien de Barcelona, ahora mismo, que escucha la COPE. Pero para él los soviéticos eran unos cabrones.
 
Nos regalaba, de los huertos amigos, girasoles y maíz, moras negras y vainas de habas. Tenía un toro de plástico sobre el tapete del televisor, y bebía, a micronésimas de sorbo, a la manera vieja, chatos de vino espeso. Era españolísimo, un hombre con ese brillo maligno en los ojos que sólo tienen los buenos.
 
Sí, un superviviente muy español, como Jiménez Losantos escribía hace unos días de su jefe, el Campesino, en un artículo en el que –cosa extrañísima, hablando de quien, entre otras muchas cosas, fue asesino– me pareció advertir un como algo de lejanísima poética...
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