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CRÓNICA NEGRA

El asesino pulcro elige la maleta

El pasado lunes unos vecinos encontraron en plena Gran Vía de Barcelona una enorme maleta de un desagradable color naranja. Dados los tiempos que corren, uno casi está seguro de que si el continente es feo y hortera, el contenido será un horror. En efecto, en el interior fue hallado el cadáver de una mujer, probablemente estrangulada.

El pasado lunes unos vecinos encontraron en plena Gran Vía de Barcelona una enorme maleta de un desagradable color naranja. Dados los tiempos que corren, uno casi está seguro de que si el continente es feo y hortera, el contenido será un horror. En efecto, en el interior fue hallado el cadáver de una mujer, probablemente estrangulada.
No le den más vueltas: si aparece el cuerpo de una chica muerta y nadie dice cómo la han matado, lo más probable es que se trate de la víctima de un estrangulador. Los malvados han encontrado el punto frágil en la garganta de las mujeres y meten sus dedos con habilidad en los cuellos.

Normalmente, es de gran importancia saber si nos encontramos ante un criminal aseado y preocupado por no dejar rastro, o ante uno del género guarro, al que no le importe dejarlo todo perdido de carroña. La manera de ser pesa abrumadoramente a la hora de interactuar con el cadáver. El de por sí abandonado y sin educación, el que sería capaz de orinar en la esquina de una plaza con niños y ancianos semioculto en la floresta, suele dejar los restos donde caigan, saturados de fluidos, amoratados y azules. Los camilleros suelen encontrar el corpus delicti en mal estado, obscenamente descubierto, entre un charco de sangre y con una mueca de desesperación.

En cambio, el pulcro se preocupa de limpiar la escena, y no tanto para huir de la justicia como pura expresión de su forma de ser. Igual que hay animales tan bien mandados que no abandonan el lugar donde han defecado hasta que cubren por completo sus deposiciones, el asesino amante de la limpieza suele transportar, llevarse el cadáver, evidencia siempre desagradable, comprometedora y peligrosa.

Ahora bien, ¿cómo hacer para que el cuerpo putrefacto se pierda en el mundo cruel? 

Según nos enseñan los guiones clásicos, lo más socorrido es envolverlo en la alfombra, arrastrarlo hasta el maletero del coche y enterrarlo en el bosque a tirarlo al agua. Normalmente, los agentes de la ley son capaces de localizar la casa que fabricó la alfombra, al propietario del pelo –o la caspa– perdido en ella, al perro del que se desprendió ese mechón lanudo. Demasiadas pistas, porque del ADN se llega fácil al DNI.

En los hogares modestos no hay alfombras fabulosas, pero puede haber una maleta fea y naranja, una maleta de mierda pero enorme en la que quepa el cuerpo de una mujer de uno sesenta, quizá estrangulada, con una bolsa de supermercado cubriendo su cara horrible, el grito mudo que acusa desde el más allá. Esa maleta, entonces, puede servir de ataúd flexible, de penúltimo alojamiento de un ser que fue de carne y hueso.

El asesino descansa en paz si transforma al muerto en una anónima cosa fría y tiesa. A veces, alguno piensa que la muerte pesa como una losa y no sabrá salir del laberinto. A veces, alguno, en vez de huir al monte, se sumerge en la ciudad, con la esperanza de perderse entre la multitud.

Dice la investigación que la mujer de la maleta ha sido identificada: se trata de una inmigrante de entre 30 y 40 años que vivía en Sant Pere de Ribes, y su asesino podría ser un hombre, una ex pareja, al que se le vio arrastrando el maletón naranja y subirlo al autobús del pueblo a la ciudad. Tropezaba, casi se caía, pero acabó apartando el cadáver de la escena del crimen y dejarlo en la Gran Vía, no lejos del edificio de La Campana.

¿Y por qué tan a la vista? Porque como afirma De Quincey, si uno empieza por permitirse un asesinato, acaba por faltar a las buenas costumbres... y por dejar las cosas en cualquier sitio.
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