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CÓMO ESTÁ EL PATIO

Las fotos del veraneo como instrumento de tortura

Lo peor del verano no es que las vacaciones sean demasiado cortas y se pasen volando, ni siquiera el permanente olor a estiércol y las picaduras de insectos que sufren los que se van a un pueblo de doscientas almas a pasar dos semanas en una chabola que el listo de turno ha convertido en casa rural para estar a la moda y sacar una pasta a tanto snob. Tampoco las quemaduras de tercer grado padecidas por el macho alfa del grupo juvenil al segundo día de playa porque ponerse crema solar es de mariquitas.


	Lo peor del verano no es que las vacaciones sean demasiado cortas y se pasen volando, ni siquiera el permanente olor a estiércol y las picaduras de insectos que sufren los que se van a un pueblo de doscientas almas a pasar dos semanas en una chabola que el listo de turno ha convertido en casa rural para estar a la moda y sacar una pasta a tanto snob. Tampoco las quemaduras de tercer grado padecidas por el macho alfa del grupo juvenil al segundo día de playa porque ponerse crema solar es de mariquitas.

No. Lo peor es que a primeros de septiembre la gente se empeña en enseñar a sus todavía amigos las fotos que tomaron durante sus vacaciones como si solamente ellos hubieran estado fuera.

¿Para qué se hacen fotografías cuando uno está de viaje o pasando unos días de descanso? Pues naturalmente para enseñarlas a los demás y obligarles a escuchar una tabarra insoportable acerca de la enorme inteligencia del protagonista a la hora de alquilar una cabaña preciosa donde Cristo dio las tres voces. Como la pestuza tremenda a abono orgánico o el aburrimiento supino de estar en un poblachón perdido en el mapa en el que al oscurecer los paisanos recogen los pavos y atrancan la puerta no salen en las fotografías, el autor se pasa su media hora larga torturando a los invitados enseñándoles fotos del mismo cabezo tomadas desde distintas perspectivas. Por no hablar de aquel burro tan simpático que estaba atado a un alcornoque y con el que los niños se lo pasaron bomba, hasta que un día se puso a dar coces como un loco y tuvieron que salir todos de naja, suceso que, huelga aclararlo, tampoco queda reflejado en el reportaje.

En tiempos civilizados, las fotografías se hacían cuando se quería inmortalizar un momento que iba a tener su trascendencia en la vida de los protagonistas, y se guardaban como un pequeño tesoro de recuerdos destinado a pasar a las siguientes generaciones. Como costaban un dinero, se hacían únicamente cuando la situación lo merecía y, desde luego, a nadie con un mínimo respeto por sí mismo se le ocurría utilizarlas como elemento de tortura. Sin embargo, la tecnología ha hecho que todo el mundo disponga de cámara digital, además de la del teléfono del móvil, y ya hasta el más zote de la cuadrilla hace sus pinitos con el Photoshop y el Movie Maker.

Por si no fueran suficientes todas estas facilidades que los avances tecnológicos en el campo de la imagen proporcionan, los más desaprensivos tienen también a su disposición las redes sociales para que, por huevos, todos los demás vean el resumen fotográfico del verano, viaje mochilero incluido; claro, porque aquí el que no pasa tres días en Cracovia o una semana en Praga es un apestado.

Nuestros mayores, que en esto también nos llevan muchos cuerpos de ventaja, ven las fotos del viaje al extranjero de sus hijos y nietos y se fijan únicamente en los detalles que a su juicio tienen importancia. Así, ya puedes enseñarles una foto de los niños en la sala de recepciones del Ayuntamiento de Estocolmo, donde se hace la entrega de los premios Nobel, que los abuelos sólo harán mención a la ropa de abrigo de las criaturas para señalar que en ese lugar deberían tener calefacción también en verano, o para destacar la cara de gilipuertas del guía turístico, que aparece en segundo plano, y que por la expresión de su rostro seguramente es más tonto de lo que a simple vista parece.

"Sí, pero fíjate, abuelo, qué suelos, qué techos, que...".

Qué, qué, qué narices, porque la abuela ya le ha dado a la barra espaciadora del ordenador y ahora está viendo a sus nietos subidos en un caballito de piedra callejero, en el que se ven tan guapetones todos, y que es precisamente la foto menos meritoria de todas, a juicio de su autor.

Y como los viejos no caen en la trampa de la fascinación cateta por lo foráneo ni se dejan impresionar por la maestría del enfoque, al torturador vocacional ya sólo le quedan los amigos para colocarles el reportaje al que ha dedicado tantas horas de trabajo.

Sólo una larga sobremesa de charla con Zapatero tomando menta-poleo puede desplomar el espíritu de la víctima potencial en mayor medida que el visionado de un reportaje fotográfico de las vacaciones del vecino.

El colmo es cuando le ponen música de fondo y las imágenes van pasando a los acordes de la última copla de Sergio Dalma o Lady Gagá. Ahí ya te vienes irremediablemente abajo y en ese momento serías capaz de confesar que pagaste a Islero para que corneara salvajemente a Manolete, o hasta que tú también votaste a ZP. Si la CIA conociera este método, Guantánamo cerraba por falta de inquilinos en un par de semanas.

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