Pedro Almodóvar tiene, sin duda, un buen ojo. Implacable con la belleza femenina (Kira Miró, Penélope Cruz), infalible con la riqueza cromática. Ahora, además, presume de tener buen oído ("Oyendo una toma puedo saber si es buena o no. En realidad, dirijo mucho de oído"). Pues para su última película, Los abrazos rotos, no se ha abierto bien de orejas.
Decir Pedro Almodóvar es decir amor fou. Por la parte de Pedro, el componente golfo, esperpéntico y cutre: como cuando se ponía pendientes de folclórica y cantaba con Fabio McNamara "Voy a ser mamá". Por la parte de Almodóvar, elegancia, decadentismo y romanticismo. Es difícil que ambas facetas ofrezcan su mejor versión. Y todavía más que combinen adecuadamente. Es Los abrazos rotos una película finalmente fallida en su enorme ambición pero estimable, excesivamente guadianesca y descentrada, pero con ramalazos de cine de primera categoría. Intensa pero superficial, pasional aunque fría. Veámoslo.
Mateo (Lluís Homar) es un director de cine que ha perdido la vista tras un accidente y desde entonces escribe guiones, tras el pseudónimo convertido en máscara mortuoria de Harry Caine, asistido por su agente, Judit (Blanca Portillo), y el hijo de ésta, Diego (Tamar Novas). Está pensando en escribir uno basado en una anécdota sobre Arthur Miller, que nunca reconoció a un hijo que tenía síndrome de Down. En una ocasión, el célebre dramaturgo dio una conferencia para defender a un condenado a muerte que era retrasado mental, al final de la cual se le acercó un completo desconocido que lo abrazó diciéndole: "Papá, soy tu hijo Daniel. Estoy muy orgulloso de ti".
Diego, por su parte, le cuenta otra historia. La de unos vampiros que se alimentan de sangre donada, para lo que montan un ambulatorio, donde se conocen una vampira y un humano que acude para dar la suya. La pareja híbrida jamás tiene relaciones sexuales, porque la bebedora de sangre teme no poder resistirse y en el arrebato llevarse la yugular de su amado por delante. Una historia de vampirismo emocional es la que mantuvieron años atrás Ernesto Martel (José Luis Gómez) y Lena (Penélope Cruz). Jefe y secretaria, más tarde amantes. Ella lo convence para que patrocine su aventura como actriz en una película que dirigirá Mateo.
Y entonces una enfermiza triangulación amorosa disparará los designios fatales del hado.
La fotografía brillante de Rodrigo Prieto y la música envolvente de Alberto Iglesias dotan a la película de una peculiar ambientación manierista. Este estilo debe su denominación a que los artistas que lo seguían pintaban alla maniera de los grandes del pasado, de Miguel Ángel a Rafael, pero manteniendo una personalidad definida. Sin embargo, ha triunfado la acepción demagógica del término, que iguala los manieristas a meros perpetradores de pastiches. Con Los abrazos rotos, Pedro Almodóvar ha firmado una de las cintas más manieristas de la historia. Tanto en el sentido descriptivo como en el despectivo de la palabra. El ménàge a trois forzado entre Mateo, Lena y Ernesto se desarrolla a contraluz de la historia del cine, convocada explícitamente a través de una lista inabarcable de películas: porque a las explícitas, de Te querré siempre (Rossellini) a Ascensor para un cadalso (Malle), pasando por El fotógrafo del pánico (Powell) o Mujeres al borde de un ataque de nervios (Almodóvar no es de los que pide perdón por las autocitas), hay que sumar las implícitas, como Encadenados (Hitchcock) o En un lugar solitario (Ray).
Son múltiples las ideas y pasiones que se agitan sin mezclarse armoniosamente. A partir de un guión que no acaba de cuadrar los múltiples y pretenciosos flecos, los personajes corren constantemente el peligro de convertirse en parodias almodovarianas. Sólo el buen hacer de Penélope Cruz, que definitivamente juega en otra división, Lluís Homar y José Luis Gómez consiguen que la película, siempre en un tris de elevarse hacia las alturas de la pseudotrascendencia ridícula, tome suelo en un duro aterrizaje de abrazos de amantes como osos, como serpientes, finalmente rotos por los celos, la envidia y la soberbia. Hay que demorarse en la composición de Homar y su director ciego que lo ve todo. De José Luis Gómez, un amante entregado y posesivo convertido en un voyeur a su pesar. De la Cruz, absoluta prima donna, que pasa de ser Audrey Hepburn a Marilyn Monroe sin jamás dejar de ser la merecida ganadora del Óscar.
Un puñado de secuencias salva una película mal trenzada, lo que desequilibra el balance entre la apasionante vida de los amantes y la apasionada mirada de Almodóvar, que finalmente no deja respirar a aquéllos con naturalidad. El manchego parece que ya no filma para el público, ni siquiera para los festivales, sino para el MOMA (Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York). Sin duda, de forma aislada, las manos de Mateo sobre el rostro en la pantalla de Lena, el collage de fotografías rotas que simbolizan la fragmentaria recreación de la memoria, o la lectura de labios, una vez más como espadas, quedarán fenomenales analizados en un Congreso de Catedráticos Lacanianos del Audiovisual. Pero a Pedro Almodóvar, mezcla del dulce y amado-director Mateo y el terrible amante-productor Ernesto, finalmente le puede su talante endiosado. Y lo pagan sus personajes. Y, lo que es peor, los espectadores que se quedan insatisfechos ante este film interrupto.
LOS ABRAZOS ROTOS (España, 2009, 130 minutos). Dirección: Pedro Almodóvar. Guión: Pedro Almodóvar. Música: Alberto Iglesias. Fotografía: Rodrigo Prieto. Intérpretes: Penélope Cruz, Lluís Homar, Blanca Portillo, José Luis Gómez, Rubén Ochandiano. Calificación: Estimable (6/10).
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Decir Pedro Almodóvar es decir amor fou. Por la parte de Pedro, el componente golfo, esperpéntico y cutre: como cuando se ponía pendientes de folclórica y cantaba con Fabio McNamara "Voy a ser mamá". Por la parte de Almodóvar, elegancia, decadentismo y romanticismo. Es difícil que ambas facetas ofrezcan su mejor versión. Y todavía más que combinen adecuadamente. Es Los abrazos rotos una película finalmente fallida en su enorme ambición pero estimable, excesivamente guadianesca y descentrada, pero con ramalazos de cine de primera categoría. Intensa pero superficial, pasional aunque fría. Veámoslo.
Mateo (Lluís Homar) es un director de cine que ha perdido la vista tras un accidente y desde entonces escribe guiones, tras el pseudónimo convertido en máscara mortuoria de Harry Caine, asistido por su agente, Judit (Blanca Portillo), y el hijo de ésta, Diego (Tamar Novas). Está pensando en escribir uno basado en una anécdota sobre Arthur Miller, que nunca reconoció a un hijo que tenía síndrome de Down. En una ocasión, el célebre dramaturgo dio una conferencia para defender a un condenado a muerte que era retrasado mental, al final de la cual se le acercó un completo desconocido que lo abrazó diciéndole: "Papá, soy tu hijo Daniel. Estoy muy orgulloso de ti".
Diego, por su parte, le cuenta otra historia. La de unos vampiros que se alimentan de sangre donada, para lo que montan un ambulatorio, donde se conocen una vampira y un humano que acude para dar la suya. La pareja híbrida jamás tiene relaciones sexuales, porque la bebedora de sangre teme no poder resistirse y en el arrebato llevarse la yugular de su amado por delante. Una historia de vampirismo emocional es la que mantuvieron años atrás Ernesto Martel (José Luis Gómez) y Lena (Penélope Cruz). Jefe y secretaria, más tarde amantes. Ella lo convence para que patrocine su aventura como actriz en una película que dirigirá Mateo.
Y entonces una enfermiza triangulación amorosa disparará los designios fatales del hado.
La fotografía brillante de Rodrigo Prieto y la música envolvente de Alberto Iglesias dotan a la película de una peculiar ambientación manierista. Este estilo debe su denominación a que los artistas que lo seguían pintaban alla maniera de los grandes del pasado, de Miguel Ángel a Rafael, pero manteniendo una personalidad definida. Sin embargo, ha triunfado la acepción demagógica del término, que iguala los manieristas a meros perpetradores de pastiches. Con Los abrazos rotos, Pedro Almodóvar ha firmado una de las cintas más manieristas de la historia. Tanto en el sentido descriptivo como en el despectivo de la palabra. El ménàge a trois forzado entre Mateo, Lena y Ernesto se desarrolla a contraluz de la historia del cine, convocada explícitamente a través de una lista inabarcable de películas: porque a las explícitas, de Te querré siempre (Rossellini) a Ascensor para un cadalso (Malle), pasando por El fotógrafo del pánico (Powell) o Mujeres al borde de un ataque de nervios (Almodóvar no es de los que pide perdón por las autocitas), hay que sumar las implícitas, como Encadenados (Hitchcock) o En un lugar solitario (Ray).
Son múltiples las ideas y pasiones que se agitan sin mezclarse armoniosamente. A partir de un guión que no acaba de cuadrar los múltiples y pretenciosos flecos, los personajes corren constantemente el peligro de convertirse en parodias almodovarianas. Sólo el buen hacer de Penélope Cruz, que definitivamente juega en otra división, Lluís Homar y José Luis Gómez consiguen que la película, siempre en un tris de elevarse hacia las alturas de la pseudotrascendencia ridícula, tome suelo en un duro aterrizaje de abrazos de amantes como osos, como serpientes, finalmente rotos por los celos, la envidia y la soberbia. Hay que demorarse en la composición de Homar y su director ciego que lo ve todo. De José Luis Gómez, un amante entregado y posesivo convertido en un voyeur a su pesar. De la Cruz, absoluta prima donna, que pasa de ser Audrey Hepburn a Marilyn Monroe sin jamás dejar de ser la merecida ganadora del Óscar.
Un puñado de secuencias salva una película mal trenzada, lo que desequilibra el balance entre la apasionante vida de los amantes y la apasionada mirada de Almodóvar, que finalmente no deja respirar a aquéllos con naturalidad. El manchego parece que ya no filma para el público, ni siquiera para los festivales, sino para el MOMA (Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York). Sin duda, de forma aislada, las manos de Mateo sobre el rostro en la pantalla de Lena, el collage de fotografías rotas que simbolizan la fragmentaria recreación de la memoria, o la lectura de labios, una vez más como espadas, quedarán fenomenales analizados en un Congreso de Catedráticos Lacanianos del Audiovisual. Pero a Pedro Almodóvar, mezcla del dulce y amado-director Mateo y el terrible amante-productor Ernesto, finalmente le puede su talante endiosado. Y lo pagan sus personajes. Y, lo que es peor, los espectadores que se quedan insatisfechos ante este film interrupto.
LOS ABRAZOS ROTOS (España, 2009, 130 minutos). Dirección: Pedro Almodóvar. Guión: Pedro Almodóvar. Música: Alberto Iglesias. Fotografía: Rodrigo Prieto. Intérpretes: Penélope Cruz, Lluís Homar, Blanca Portillo, José Luis Gómez, Rubén Ochandiano. Calificación: Estimable (6/10).
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