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RECUERDOS SUELTOS

Una aventura estrafalaria

Éramos Pauli, yo y un tercero que se me hace borroso, me parece que Geli. Tendríamos entre 9 y 10 años. Pauli, el mayor y de familia pudiente, solía hurtar dinero en su casa y nos convidaba a veces a comprar novelas de kiosco –generalmente del oeste, aunque yo prefería las de piratas–, y luego nos las intercambiábamos. A su edad ya poseía conocimientos avanzados de la vida, y nos propuso ir de putas.

Éramos Pauli, yo y un tercero que se me hace borroso, me parece que Geli. Tendríamos entre 9 y 10 años. Pauli, el mayor y de familia pudiente, solía hurtar dinero en su casa y nos convidaba a veces a comprar novelas de kiosco –generalmente del oeste, aunque yo prefería las de piratas–, y luego nos las intercambiábamos. A su edad ya poseía conocimientos avanzados de la vida, y nos propuso ir de putas.
Yo no sabía muy bien qué era una puta, aunque la palabra estuviera con alguna frecuencia en nuestras bocas como madre de alguien a quien insultar.
– Pues una puta es una mujer que jode por dinero.
Sabíamos desde hacía mucho tiempo que los niños no vienen de París transportados por cigüeñas, un conocimiento que no me había hecho muy feliz y daba pie a alusiones de los más torpes sobre nuestros padres. Pensándolo ahora, ¿por qué aceptamos con tanta facilidad esa versión en sustitución de la oficial para niños? Acaso por una propensión a acoger como más real lo que ofrece peor aspecto, máxime si lo exponían con autorizada labia los chicos mayores. Además, aunque utilizábamos nuestros órganos mayormente para competir a ver quién meaba más lejos, teníamos una vaga impresión de que las diferencias anatómicas con las chicas debían de tener algún sentido, si bien la cuestión fisiológica se nos escapaba en gran medida.
 
Detrás del colegio de los Maristas, al que asistíamos Pauli y yo, había un callejón oscuro y toscamente empedrado, con muros de finca a un lado y otro, sin casas y sin iluminación, adonde acudían por la noche algunas parejas; por la mañana se encontraban por el suelo condones, que atraían nuestra curiosidad malsana y comentarios de pueril malicia.
 
Pero la explicación de Pauli no me convencía: ¿cómo podía creerse aquello?
– Es que tú no sabe cómo son las mujeres, ¡las mujeres hacen cualquier cosa por dinero! –nos aclaró con acento de quien está perfectamente al cabo de tan escabrosas materias.
La explicación sonaba dudosa y desde luego deprimente, pero podía tener algo de cierto: siempre estábamos oyendo a las mujeres quejarse por los precios y porque el dinero no llegaba a final de mes. ¡Quién sabe…!
 
De un modo u otro, nuestro compañero nos convenció de ir con él a La Herrería, el barrio de prostitución al que solían subir los marineros. Sería la media tarde y nos metimos por aquellas callejuelas con numerosos bares. Aún había poco movimiento, en realidad el ambiente no nos parecía muy distinto del de otros barrios, si acaso los nombres de algunos establecimientos, no me vienen a la memoria, del estilo de "Tú y yo", y algún corazón, alusión grotesca pero común en tales tabernas.
 
Merodeamos largo rato echando la vista a las señoras que pasaban o salían a la puerta de las casas, pero, claro, sin seguridad de si pertenecían a la profesión y sin decidirnos a preguntarlo, por sospechar que podían tomarlo a mal. Tampoco nos sentíamos muy seguros del dinero: ¿bastaría con el que llevaba Pauli? ¿Y si no bastaba para los tres, ni siquiera para él, pues él tampoco tenía experiencia del negocio? Por mi parte, al menos, no había ninguna intención real de probar suerte: presentía que la aventura podía terminar en un considerable ridículo, y no me gustaba la perspectiva de que llegase a oídos de nuestros padres.
 
Por entonces estaba de moda una canción italiana de letra turbadora, "Guaglione", que cantaba en español Gloria Lasso con el título "Chiquillo", así que debía de ser hacia 1957 o incluso hacia 1956 (entonces yo tendría ocho años. El título y la cantante los supe mucho después, por entonces sólo la oía por la radio, sin preocuparme de más):
Pobre chaval, si la pasión ya te domina
Será un sufrir, será un morir por tu obsesión…
¿Qué significaba aquello? Sonaba extraño e inquietante. Aunque el chiquillo sería un adolescente y no un crío como nosotros,
Si se entera tu papá/ esto acabará muy mal…
Una elemental prudencia nos retrajo de entrar en algún bar a exponer nuestras pretensiones. Puedo imaginar ahora las carcajadas a que habría dado lugar –la gente no solía ser entonces demasiado perversa–, probablemente seguirían contando el suceso hasta hoy mismo. Y aún habríamos tenido suerte si todo quedaba en eso.
 
Por fin, quizá más aliviados que frustrados, dejamos el barrio, y entonces Pauli –chico de ideas y tenacidad para llevarlas a la práctica– alumbró una nueva iniciativa: sabía de una chica joven, secretaria o similar en alguna empresa cercana, que al atardecer volvía del trabajo pasando por las calles Falperra y Cachamuiña, al lado de La Herrería y en las estribaciones del parque del Castro. Los chavales de la Falperra y aledaños, diré de pasada, eran los golfos más peligrosos, que solían subir hasta nuestras calles del Pilar y Finisterre para entablar batallas a pedradas: peores aún que los de la calle Núñez, también inmediata a una rúa de prostitución.
 
Pues bien, la chica aquélla "estaba muy cachonda", palabra que en la jerga viguesa de entonces significaba simplemente que estaba muy buena, y el plan propuesto consistía en asaltarla y violarla al atardecer. Ninguno de nosotros teníamos una idea muy precisa de nuestras fuerzas y limitaciones, no hace falta resaltarlo.
 
Visualizo aquella zona donde empezaba el Castro, hoy urbanizada en torno al nuevo y horrendo ayuntamiento, como un conjunto de descampados, casuchas y callejas o sendas, con murallas de algún cuartel y un gran depósito de agua; la parte que desde el Castro daba a Cachamuiña, por donde hoy pasa la Avenida de las Camelias, estaba en obras y llena de grandes piedras y maleza. Entre aquellas piedras nos apostamos, atentos al paso de nuestra víctima… la cual probablemente se habría deshecho de nosotros con unas cuantas bofetadas, aparte de que, si bien el lugar estaba bastante solitario, en cualquier momento podía aparecer quien nos devolviera con brusquedad el sentido de las proporciones.
 
Pero volvimos a tener suerte. Estuvimos quizá más de una hora al acecho de la secretaria "cachonda", mientras oscurecía, pero la chica no pasó por allí en esa ocasión. Pauli habló de volver a intentarlo otro día, pero ya no encontró el menor interés en nosotros dos.
 
Me llama la atención que a Pauli no parecieran causarle inquietud moral tales empresas, ni los pequeños hurtos que hacía en su casa. Su cabeza debía de estar llena de lecturas no muy bien digeridas, o tal vez de comentarios de los mayores entendidos a su manera, siempre en el sentido menos inocente. A mí, aunque inclinado a romper muchas normas y a correr algunos peligros, las andanzas de este género me disgustaban en el fondo, me hacían sentir sucio y obligado a disimular ante mi familia.
 
¿Por qué me dejaba llevar a ellas, entonces? Por curiosidad y por no "ser menos", supongo. Pero la repugnancia terminaba predominando, dejándome además un confuso, pero intenso, desprecio por las mujeres, evidentes culpables de nuestras chifladuras.
 
Con Pauli tuve bastante trato desde que éramos muy pequeños, desde los seis años o así, y en el sótano de su casa, lleno de pilas de llantas de camiones o autobuses, excelentes para jugar, nos dedicábamos a los juegos más variados los muchachos de la calle del Pilar y de la travesía entre ésta y Finisterre.
 
Una temporada, no sé si ya lo conté, estuvimos yendo allí, después de comer, a montar una balsa con la idea de echarla a la ría y dedicarnos a asaltar barcos, ya he indicado que teníamos una idea algo exagerada de nuestras capacidades. La construíamos clavando pequeños maderos usados para leña, metiendo entre ellos algodón, trapos y otros materiales ciertamente no muy apropiados para la navegación. Incluso le incrustamos en el medio un pequeño mástil de casi dos metros, con la loca idea de instalarle una cofa en lo alto, hasta que alguno se apoyó descuidadamente en él y lo derribó. Al final el armatoste no cabía por la puerta, y en el transporte hacia ella se quebró por la mitad, con lo que terminamos perdiendo el interés y dedicando nuestra atención a otras labores.
 
También fue en casa de Pauli donde en otra ocasión, ya anochecido, nos refugiamos unos cuantos en la oquedad bajo la escalera que subía al primer piso y encendimos una hoguera. El humo debió de propagarse por la casa y alarmar a los familiares, los cuales buscaron el origen del incendio hasta descubrirnos; y de pronto vimos a uno de ellos, hombre fornido, plantarse ante nuestro escondrijo, cortándonos todo escape. De modo que tuvimos que salir en fila india, sin posibilidad de escurrir el bulto, recibiendo cada uno un par de tortas, atizadas con verdaderas ganas. No lográbamos entender por qué se nos trataba de esa manera, aunque generalmente dábamos por supuesto que algo habríamos hecho por merecerlo.
 
Hacia los diez años nos fuimos a vivir a otro barrio, y Pauli quizá también, pues no lo recuerdo ahora en los Maristas, adonde yo seguía yendo, así que le perdí la pista. Según noticias difusas, mejoró mucho; a veces los chicos más gamberros se tornan al crecer personas muy responsables y de gran provecho.
 
 
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