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GEES

Desestabilización creciente

Las armas diseminadas durante la guerra han circulado y circulan por doquier, con el peligro de que puedan caer o hayan caído ya en manos de terroristas o de bandidos.

De Libia se habla poco, incluso ahora que su petróleo es más necesario que nunca ante el reforzamiento del embargo a Irán que incluirá, por fin, lo que verdaderamente puede ejercer presión en el régimen de los ayatolás: el comercio, es decir, los hidrocarburos. Enfrentamientos recientes y una aguda crítica de la Alta Comisionada de los Derechos Humanos de la ONU, Navi Pillay, ante el Consejo de Seguridad de la Organización este mes, trae de nuevo a los titulares al tradicionalmente desconocido país magrebí­.

Miles de rebeldes siguen aún armados y, tan peligroso como lo anterior, desocupados por las ciudades libias. Y ello más de tres meses después de que con el linchamiento de Muammar El Gadafi se diera por terminada la guerra y se diera comienzo formalmente a la transición. Se habla de más de 50.000 individuos a reubicar en los aparatos de seguridad de un Estado que está por edificarse desde el erial que dejaron atrás los 42 años de régimen de Gadafi y los ocho meses de cruenta guerra civil. De hecho, algunos consideran que la guerra civil no terminó del todo o, mejor, que se le puso fin en falso La compleja sociedad tribal que Gadafi manejaba hábilmente con una mezcla de "palo y zanahoria" ha visto agudizadas sus contradicciones al desaparecer el coronel. El 3 de enero rebeldes de Trípoli y de Misrata intercambiaban fuego en la capital, y el 24 se producían duros enfrentamientos en Beni Walid, uno de los últimos bastiones de Gadafi.

Pero la creciente insatisfacción entre los libios quedó de manifiesto en la ciudad oriental de Bengasi, donde comenzaron las revueltas el 15 de febrero. Una reunión de miembros del Consejo Nacional de Transición (CNT) con autoridades locales, dirigida nada menos que por el presidente Mustafá Abdeljalil, era atacada con granadas y cócteles Molotov el pasado 21 de enero. A la parálisis de la Administración –la enseñanza, la salud o la justicia son servicios que siguen estando bloqueados o funcionando con enorme lentitud– se une el grave problema de la inseguridad, con miles de presos comunes y polí­ticos (islamistas radicales) liberados durante las revueltas y la consiguiente guerra civil, y con campos de prisioneros gadafistas controlados por las milicias y no por un Estado que aún no tiene la visibilidad necesaria. Las armas diseminadas durante la guerra han circulado y circulan por doquier, con el peligro de que puedan caer o hayan caído ya en manos de terroristas o de bandidos –el jefe local de Al Qaida en las Tierras del Magreb Islámico (AQMI) en una zona del Sahel, Mokhtar Benmokhtar, presumía de ello en noviembre–, aparte de llenar los arsenales de múltiples grupos de rebeldes. Además, observadores internacionales han certificado la existencia de armas prohibidas en los arsenales del Gadafi, en concreto de gas mostaza que o se había ocultado o no había dado aún tiempo de destruirlo en el marco de los compromisos suscritos por el régimen anterior en 2003.

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