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Israel elige

Lo que el próximo Gobierno no sólo no podrá eludir, sino que se convertirá en el centro de sus preocupaciones, es la cuestión nuclear iraní. Para los israelíes el tiempo se acaba.

Su excelencia militar frente a la incompetencia árabe resulta un gravoso pasivo internacional para Israel, acusado siempre de ser un matón que debería tener más paciencia con sus traviesos vecinos. No debe responder a la picadura matando a la avispa. Mucho menos destruyendo la colmena. Por el contrario, su principal activo es el carácter impecablemente democrático de su sistema político, en contraste con la impresentable autocracia árabe. Sólo los americanos se lo reconocen plenamente, pero son el mejor aliado.

Aunque de lo bueno no hay exceso, parece en ocasiones que Israel se pasa. Al fin y al cabo, de la democracia importan los resultados en términos de gobernabilidad y por supuesto de supervivencia. Acosado por enemigos implacables, Israel nunca ha cedido un ápice en los principios que lo rigen. Las elecciones del martes 10 proporcionan un nuevo ejemplo. Unidos en apoyo de la operación Plomo Fundido, tan divididos como siempre en el voto, tan abocados como siempre a gobiernos basados en complejas coaliciones, plagadas de compromisos.

Todo el país forma un distrito electoral único y el sistema es completamente proporcional, con la única limitación de que una lista ha de franquear la barrera del 2% del voto para conseguir representación parlamentaria. Desde hace mucho ningún partido alcanza un 25% de los escaños, lo que significa que para gobernar se necesita la coalición de, como mínimo, dos de los considerados grandes, más varios pequeños.

En los recientes comicios las encuestas daban al Likud, la derecha tradicional comandada por Netanyahu, una victoria que rebasaría cómodamente, por una vez, la cuarta parte de los votantes, y por tanto de los escaños, lo que le permitiría formar coalición a placer. Ha habido sorpresa. No sólo no ha alcanzado esa cota, sino que se ha quedado detrás de Kadima, el hermano separado, con un diputado menos, 27 frente a 28. Sin embargo el Likud tiene razón al pretender que ha ganado porque tiene más fácil que ningún otro conseguir aliados para crear una mayoría.

El presidente tiene libertad de confiar el encargo de formación de Gobierno a quien mejor le parezca. Muy probablemente a Netanyahu, que entrará en un largo proceso de chalaneo, en el que contará con un margen de maniobra mucho más estrecho del que esperaba. Hubiera querido pulir su dura imagen con una apertura hacia la izquierda, incluyendo a los laboristas de Barak, el actual ministro de Defensa, pero con sólo 13 diputados, es poco lo que el histórico partido puede aportar. Hubiera querido un cierta aureola de moderación en su carácter derechista, manteniendo a cierta distancia al más radical Yisrael Beiteinu, tratando de dejar fuera del Ejecutivo al menos a su halcónico lider, el ruso Avigdor Lieberman, pero le va a resultar demasiado difícil, porque con 15 escaños se ha convertido en el pivote de la derecha, que todo sumado ha conseguido una clara mayoría sobre la izquierda.

Kadima se queda con el centro. Escindido del Likud por Sharon hace muy pocos años, ha gobernado hasta ahora con Olmert, el cual ha sido eliminado de la vida política por sus escándalos y sustituido en el liderazgo por la ministra de Exteriores Tzipi Livni, que, naturalmente, tiene 28 razones para clamar también su victoria, aunque probablemente le servirán de poco. ¡Quién sabe! La política israelí da muchas vueltas.

En todo caso, lo que el próximo Gobierno no sólo no podrá eludir, sino que se convertirá en el centro de sus preocupaciones, es la cuestión nuclear iraní. Para los israelíes el tiempo se acaba. Expectantes y ansiosos todos los ojos se dirigen hacia Obama, el cual tiene una pavorosa crisis de la que ocuparse y tiene prometidas conversaciones con Teherán para delicia de los ayotolás, que ganan así el poco tiempo que todavía necesitan.

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