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Gina Montaner

Un huracán llamado Irene

No han sido días tranquilos en Nueva York, sino de compras con premura, películas por ver y diligencias de última hora antes de que todo cerrase, en espera de la irascible Irene.

Antes de viajar a Nueva York para dejarla instalada en la universidad, mi hija me preguntó "¿Escribirás sobre mí como lo hiciste cuando se marchó a estudiar mi hermana?". Le respondí que sí, sin aclararle que si la primera vez me resultó dura la separación, ahora lo sería el doble porque me quedaba sola después de compartir la vida con ellas los últimos 24 años.

Durante meses había anticipado el síndrome del nido vacío, con síntomas evidentes de tristeza ante la perspectiva de una existencia más solitaria, sin la bulla y la energía constante de dos chiquillas que se habían convertido en mujeres independientes y deseosas de abrirse camino en el mundo. Las había educado precisamente para echar a volar al cumplir la mayoría de edad, con el objetivo de que fuesen personas de provecho. Ahora, finalmente, le había llegado el turno a la más pequeña, siguiendo los pasos de una hermana mayor que ya está inmersa en el mundo laboral.

En ocasiones los fenómenos de la naturaleza se confabulan para distraernos de nuestros propios cataclismos interiores. Unos días antes del viaje, apareció en el horizonte un huracán con nombre de mujer dulce, Irene, que amenazaba con pasar por el sur de la Florida. Sin demasiado tiempo para sentimentalismos, adelantamos el vuelo al noreste antes de que la furia de la tempestad nos dejara varadas en el aeropuerto. Sin embargo, la tormenta decidió alejarse de la costa floridana y, cuando nos creíamos a salvo en Manhattan, las noticias comenzaron a ser alarmantes. Irene nos pisaba los talones y no nos libraríamos de sus vientos huracanados.

Desde muy pronto les mostré a mis hijas los encantos de Manhattan, metrópoli donde pasé mis años universitarios y que algún día sería, también, el territorio de la juventud de ambas. De nuevo nos reuníamos las tres en las calles perfectamente trazadas de una isla en la que la creatividad y la energía nunca duermen. Podrían haber sido días melancólicos antes de la despedida, pero los sobresaltos de un terremoto a principios de la semana y el posterior anuncio de la tormenta se sumaron al ambiente de los preparativos que se respiraba en la ciudad.

No han sido días tranquilos en Nueva York, sino de compras con premura, películas por ver y diligencias de última hora antes de que todo cerrase, en espera de la irascible Irene. En el cobijo del hotel hemos recordado junto a mi madre (sin cuya ayuda no habría podido criar a mis hijas con tantas atenciones) anécdotas divertidas de su infancia. El paso de la borrasca ha sido una gran excusa para rememorar vivencias.

En el momento del adiós en Broadway y la 116 todos los ciclones se deshacen en la quietud del ojo del huracán. Nos fundimos en un abrazo tres generaciones de mujeres fuertes. Un día le contaré a mis nietos de cómo un huracán llamado Irene nos persiguió hasta Nueva York.

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