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URSS

El infierno metálico de Magnitogorsk

En 1928 Stalin dio por terminado el periodo económico especial que había seguido a la guerra civil. Anunció entonces con la trompetería acostumbrada el primer plan quinquenal. Eso de "plan quinquenal" era algo nuevo que los teóricos del Kremlin se habían inventado inspirándose en la teoría de las fuerzas productivas de Marx.  


	En 1928 Stalin dio por terminado el periodo económico especial que había seguido a la guerra civil. Anunció entonces con la trompetería acostumbrada el primer plan quinquenal. Eso de "plan quinquenal" era algo nuevo que los teóricos del Kremlin se habían inventado inspirándose en la teoría de las fuerzas productivas de Marx.  

La economía iba a dejar de obedecer a las espontáneas e irracionales fuerzas del mercado para depender exclusivamente de la planificación de un grupo de elegidos, que debían conocer de antemano las necesidades materiales que el país iba tener a cinco años vista. Ahí es nada. Si una persona normal y corriente a duras penas sabe lo que va a consumir en los próximos tres meses, estos ingenieros sociales sabían a ciencia cierta lo que iban a demandar 150 millones de soviéticos durante un lustro. Con razón Hayek bautizó el socialismo como "la fatal arrogancia".

En la URSS, a este consejo de ungidos lo llamaron Gosplan, acrónimo en ruso de Comité Estatal de Planificación. La realidad es que los técnicos del Gosplan no planificaban nada. Su trabajo se limitaba a poner sobre el papel –después de efectuar un sinfín de elaboradísimos cálculos– los deseos de Stalin, que sabía más de economía y contabilidad que todos ellos juntos. En 1928 el Padre de la Patria estaba especialmente obcecado con colectivizar la agricultura y con industrializar aceleradamente el país. Las dos cosas a cualquier coste.

Lo primero tenía su lógica. La colectivización suponía el fin de último resto de propiedad privada que quedaba en la Unión Soviética. Una vez consumada, todo – hombres, animales y plantas– pertenecería al Estado. Lo segundo, la industrialización, era un empeño personal del titán de la revolución mundial. Estaba convencido de que, más tarde o más temprano, el Ejército Blanco se cobraría cumplida venganza, y quería estar preparado para ese momento. Ante una audiencia selecta, los directores de las fábricas estatales, dejó clara su postura:

Llevamos un atraso de cincuenta o cien años con respecto a las naciones desarrolladas. Debemos eliminar esa distancia en sólo diez años. Si no lo hacemos nos aplastarán.

Colectivizar la agricultura de un país rural implicaba incontables sacrificios humanos, pero los rusos ya sabían mucho de eso. Industrializar era otra cosa. A la URSS le faltaba algo fundamental: conocimiento y tecnología. Fabricar acero o extraer carbón no se podía hacer sólo a base de sangre y voluntad. Stalin lo sabía y aflojó las relaciones diplomáticas con Estados Unidos, donde el déspota, incomprensiblemente, tenía un buen número de fans. El mismo año en que dio comienzo el plan quinquenal una delegación soviética se desplazó a Cleveland para estudiar in situ el milagro industrial americano.

El Gobierno contrató a un consultor especializado, el ingeniero Arthur Glenn McKee, para que le guiase en los pasos que tendría que dar para levantar en la URSS una ciudad inspirada en los grandes centros siderúrgicos del Medio Oeste. La ciudad modelo que querían transplantar a Rusia era Gary (Indiana), a orillas del lago Michigan, una ciudad de nueva creación (fue fundada en 1906) cuya razón de ser eran las acerías de la empresa US Steel Corporation. Se decidió que Magnitnaya, una remota aldea en la provincia de Cheliabinsk, iba a ser el Gary soviético. Estaba también junto a un lago de pequeñas dimensiones y habría de levantarse desde cero.

Hasta ahí llegaban los parecidos. Magnitnaya, un apartado fuerte de tiempos de los zares bañado por el río Ural, se encontraba en mitad de ningún sitio, en plena estepa, a 1.700 kilómetros y varios días de viaje en tren desde Moscú. Pero la decisión de edificar sobre aquel pantanoso herbazal un emporio siderúrgico no fue, aunque lo parezca, en absoluto arbitraria.

Magnitnaya, que pronto mudó el nombre por el de Magnitogorsk, estaba sobre una montaña compuesta enteramente de hierro, singularidad geológica que Stalin pensaba esquilmar a conciencia para dar lustre a su plan quinquenal. La ciudad se refundó al año siguiente y empezó a llenarse de gente traída de toda Rusia, generalmente a la fuerza. Pero no todos estaban allí contra su voluntad. El Gosplan tentó a ingenieros norteamericanos con jugosas pagas en dólares para que se desplazasen hasta la estepa a diseñar las plantas siderúrgicas.

Todo tenía que ser muy rápido porque el tiempo apretaba. El plan terminaba en 1933 y para entonces la URSS tenía que producir más de 8 millones de toneladas de acero al año, objetivo francamente ambicioso en un periodo tan corto y sin personal entrenado. Se trazó una ciudad en damero con anchas avenidas flanqueadas por bloques prefabricados. En el otro extremo se levantaron grandes acerías copiadas tornillo a tornillo de las de US Steel en Indiana.

El proyecto original, que corrió a cargo del urbanista alemán Ernst May, preveía un cinturón verde que separase la ciudad propiamente dicha de los polígonos industriales. Pero el Gosplan no estaba para exquisiteces y, apurado por los jerarcas de Moscú, fue podando el plan de May hasta dejarlo en nada. Lo prioritario no eran las viviendas, sino las fábricas, de manera que, según iban llegando los materiales de construcción, se desviaban al área industrial. El alemán terminó dejándolo por imposible y regresó con su equipo a Fráncfort después de discutir con los comisarios responsables de la obra.

La ciudad quedó oficialmente terminada en 1931, pero sólo la parte industrial. A la residencial le faltaba aún mucho, pero no había dinero para terminar las casas, así que se hacinó a sus 100.000 habitantes en barracones que, muchas veces, estaban junto a las humeantes plantas donde se fundía el acero a 1.500 grados. Los niños correteaban de aquí para allá en un ambiente algo más que tóxico. Correteaban porque, con las prisas y las restricciones presupuestarias, no se habían terminado las escuelas. Sus padres tenían que soportar condiciones aún peores dentro de las fábricas, sin más derecho que trabajar de sol a sol y sometidos a brutales capataces que alargaban las jornadas para hacer méritos delante de sus jefes.

El drama de los primeros habitantes de Magnitogorsk, en su mayoría campesinos analfabetos obligados a trabajar en un alto horno, llegó a Occidente de la mano de John Scott, un idealista norteamericano casado con una rusa que trabajó varios años en Magnitogorsk. Sus vivencias, narradas en Más allá de los Urales, conmovieron el delicado alma de sus compatriotas y el mundo civilizado empezó a hacer incómodas preguntas. El panorama que pintaba Scott era sombrío, aunque también heroico. Los obreros morían a diario en las fundiciones por la ausencia total de seguridad, la mala cuando no inexistente formación de los operarios y la ineficiencia intrínseca de un sistema en el que todo se hacía sin ganas y por complacer a un superior.

Stalin respondió a Occidente a su estilo: cerrando la ciudad a los extranjeros. Magnitogorsk se sumió en la penumbra durante medio siglo. Nadie sabía lo que pasaba allí a excepción de sus moradores, que vivían encadenados a la fábrica como antiguamente los siervos a la tierra, y los amos del Gosplan. La ciudad siguió creciendo y llegó a rozar el medio millón de habitantes en su mejor momento. En los años 60 se levantaron grandes bloques de hormigón de varias plantas como los que tapizaron todas las ciudades soviéticas. El pueblo motejó a aquellas colmenas humanas como jruschovkas porque fue Nikita Jruschov quien impulsó su construcción.

Las jruschovkas de Magnitogorsk se tiñeron pronto de negro a causa del humo, el hollín y las emanaciones sulfúricas provenientes de las ubicuas chimeneas que forman el skyline de la ciudad. Los vecinos terminaron aprendiendo a convivir con la suciedad, pero no con los continuos cortes de agua. Los residuos industriales se vertían sobre el río Ural y los lagos circundantes: durante décadas, los grifos de la ciudad escupían un líquido tóxico y amarillento que era mortal de necesidad.

Hoy Magnitogorsk, el infierno metálico de Stalin, sigue existiendo. Los extranjeros pueden visitarla desde la época de Gorbachov, aunque son pocos los que se dejan caer por un lugar tan deprimente en el que, a pesar de todo, viven aún 400.000 almas en pena. La montaña de hierro que dio nombre a la ciudad se agotó hace tiempo, y hoy tiene que importarse el mineral. La ciudad presenta un aspecto decadente y es fea de solemnidad. A su alrededor ya no reina la estepa sino un desierto tóxico. El medio natural ha quedado devastado hasta tal punto que el Gobierno ruso lo declaró hace unos años "zona de desastre ecológico".

Un mal menor al lado del tributo humano que la locura planificadora de los bolcheviques se ha cobrado. Según las autoridades locales, sólo el 1% de los niños gozan de buena salud; de hecho, un niño con aspecto saludable es considerado una rareza. En 1992, al final de la pesadilla soviética, se hizo un estudio entre los recién nacidos y se descubrió con horror que sólo 3 de cada 10 nacen en condiciones óptimas, el resto están enfermos desde el alumbramiento.

Magnitogorsk es algo más que una ciudad, es un crimen de lesa humanidad por el que, naturalmente, nadie ha pagado.


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