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ESPAÑA ANTIGUA

El final del reino visigodo

Fray Luis de León, denunciando los deslices del último rey visigodo, se dejó llevar por la pasión que ha predominado en gran parte de la tradición historiográfica. Explicar un acontecimiento histórico, ya sea una guerra civil, una batalla o un reinado, con un par de frases ingeniosas convenientemente aderezadas ideológicamente es algo tan habitual como improcedente.  


	Fray Luis de León, denunciando los deslices del último rey visigodo, se dejó llevar por la pasión que ha predominado en gran parte de la tradición historiográfica. Explicar un acontecimiento histórico, ya sea una guerra civil, una batalla o un reinado, con un par de frases ingeniosas convenientemente aderezadas ideológicamente es algo tan habitual como improcedente.  

El problema a la hora de afrontar el final del dominio visigodo sobre la península ibérica es, como siempre, la escasez de fuentes y la dudosa veracidad de las mismas. Fray Luis se limitó a poner en verso una leyenda que comenzó a circular con éxito pocas décadas después de la llegada de los musulmanes.

La explicación tradicional parece querer zanjar el asunto de la desaparición del Estado visigodo asegurando que unos cuantos musulmanes cruzaron el Estrecho y, tras vencer a las tropas de un reino en descomposición en una sola batalla, se hicieron con el dominio de prácticamente toda la península. Las cosas, sin embargo, no son tan sencillas.

En primer lugar, en el año 711 el reino visigodo padecía la precariedad política que lo caracterizaba. Las luchas por el poder habían sido una constante durante toda su existencia. Las sucesiones pocas veces habían sido tranquilas y las sublevaciones estaban al orden del día. Nunca se encontró la medicina adecuada para frenar la enfermedad de los godos, feliz expresión de Fredegario, cronista galo del siglo VII, para referirse a la excesiva frecuencia con que los reyes visigodos eran eliminados. Podemos, por tanto, otorgar parte de la culpa a la debilidad política visigoda, si bien no fue un factor determinante.

La España de aquella época no carecía de relevancia internacional. ¿Cómo explicar, si no, la representación del último rey, Rodrigo, en los frescos del castillo jordano de Qusayr Amra? Ningún califa se habría enorgullecido por haber vencido al rey de un pequeño o insignificante Estado. Allí lo encontramos, sin embargo, acompañado de otras grandes personalidades de la época, como el emperador bizantino, el negus etíope, el rey de los sasánidas, el gran khan y el emperador de China. No todos corrieron la misma suerte de Rodrigo, pero sí podríamos concluir que, en el imaginario del emir que ordenó la construcción de aquel pequeño palacio una década después de la invasión musulmana, el reino visigodo era considerado, cuando menos, una potencia mundial.

Este hecho, por tanto, nos hace prestar atención a otro factor determinante y que en ocasiones se ha dejado de lado: la expansión árabe. En relativamente poco tiempo, un movimiento religioso que se había circunscrito a la península arábiga se extendió por todo Oriente Medio y el norte de África, hasta llegar al Atlántico. Sus conquistas se irían afianzando poco a poco. Al inicio, al menos en su expansión hacia el oeste, fue apropiándose de pocas y pequeñas zonas estratégicas, desde donde poder apoyar campañas militares. Fijó su objetivo en la península ibérica sólo cuando llegó al extremo occidental de África. La campaña de 711 no fue la primera acción militar que llevó a cabo contra el reino visigodo, pero sí la más organizada: anteriormente había lanzado otros ataques, pero más a modo de incursión, con el fin de hacer botín.

Al llegar en aquella ocasión a la península, aun siendo inferiores militarmente, los invasores se encontraron con un enemigo desorganizado, más acostumbrado a luchar contra enemigos internos que contra amenazas externas. Los propios límites del reino visigodo, circunscritos a la península, a excepción de una pequeña parte de la antigua Narbonense, hicieron prestar menor atención a un eventual ataque exterior de envergadura (el caso de la presencia bizantina en algunas partes del territorio peninsular durante todo el período visigodo no supuso nunca una amenaza real para la integridad del reino).

Otro punto débil del reino era la conexión entre la casta dirigente, casi en su totalidad visigoda, y la sociedad, mayoritariamente de tradición hispano-romana. Los dos siglos largos de gobierno visigodo no lograron superar del todo esa dicotomía, y el pueblo en momentos de convulsión sólo reacciona y se muestra fiel cuando encuentra alguien con la autoridad y el prestigio suficientes para dirigirlo. Quizás la Iglesia, que al igual que la mayoría del pueblo era de origen hispano-romano, hubiera podido ejercer esa labor de unificación, o cuando menos de afianzamiento de la identidad nacional, pero llevaba décadas intentándolo y fracasando continuamente, ante la genética terquedad visigoda.

Por tanto, la mayor virtud árabe fue el saber aprovechar la ocasión sirviéndose de las debilidades del enemigo. Cualquier otro invasor, seguramente, habría obtenido el mismo éxito.

El reino visigodo desaparecía en pocos meses, víctima de una nueva potencia que permanecería demasiados siglos en España. Suele hacerse balance de aquel período y sacar conclusiones que puedan explicar el desarrollo de la historia posterior. Hay quienes creen encontrar en aquellos siglos la cuna de la actual España. Otros, por el contrario, no creen que la aportación visigoda a la historia general de España sea de envergadura. La polémica, en todo caso, está siempre servida porque se trata más de ideología que de Historia.

Conviene tener presente, al final de esta panorámica sobre el período visigodo, dos aspectos que son fundamentales y sobre los que el amable lector podrá reflexionar para darles el valor adecuado.

En primer lugar, de todos los territorios conquistados por los árabes, la península ibérica fue el único que logró desembarazarse de ellos. Costó mucho tiempo y esfuerzo, todo el período medieval, pero quedó demostrado que el islam no pudo anular la identidad hispano-romana y cristiana de la mayoría de la población. En segundo lugar, pero estrechamente unido a lo anterior: la nueva nación que se fue formando no sólo según avanzaba la Reconquista sino en cierta medida también antes, inmediatamente después de la desaparición del imperio romano de Occidente, nunca cambió de nombre. La Galia romana se convertiría con el tiempo en la franca Francia; Hispania, por el contrario, pasó a ser directamente España, no Gotia. Sea por la brevedad de su dominio, sea porque nunca lograron una plena integración, lo cierto es que los visigodos dejaron una huella poco profunda, que sería magnificada más tarde por la necesidad política de fijar el origen de la nación española.


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