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COMER BIEN

Ancas de rana: delicia o espanto

Creo que fue Enrique Jardiel Poncela quien definió a las ranas más o menos como bichitos que dan saltos y emiten gritos roncos, definición que, con una mínima variante, aplicaba también a las coristas de revista.

Creo que fue Enrique Jardiel Poncela quien definió a las ranas más o menos como bichitos que dan saltos y emiten gritos roncos, definición que, con una mínima variante, aplicaba también a las coristas de revista.
No consta que a Jardiel le gustasen las ancas de rana; la verdad es que tampoco consta que no le gustasen. Las ancas de rana son una de esas cosas que tienen partidarios devotísimos, por un lado, y enemigos irreconciliables, por otro. Los primeros son quienes las han probado; los segundos, por lo general, no.

Hay que reconocer que la idea de comerse a una rana no parece, en principio, muy atractiva, y no es que uno vaya por la vida esperando que toda rana se convierta por arte de magia en un príncipe o una princesa azules, no; es que el animalito, a simple vista, no resulta demasiado apetitoso... salvo si se fija uno precisamente en sus ancas, bien musculadas de tanto saltar.

Yo, desde luego, me alineo en el bando de los partidarios de las ancas de rana. Jamás me han planteado el más mínimo problema de escrúpulos o repugnancias: no las asocio con el batracio, y en paz; quiero decir que, ante una ración de ancas de rana, no me represento mentalmente la imagen de la rana completa, y me ciño a su parte comestible.

¿Comestible, digo? Debería decir deliciosa. Una desgracia, claro, para las ranas, aunque ahora nuestra rana común cuente con algo de protección, que impide su captura y comercialización masivas. Pero algunas se capturan; el caso es dar con ellas.

Por tierras leonesas, a poco que uno tenga un amigo aficionado, la cosa tiene pocos lances. Hay charcas, hay ranas y hay raneros. Y sobre todo hay una manera estupenda de preparar esas ancas que tantos remilgos inspiraron a los ingleses cuando el gran Auguste Escoffier las introdujo en el menú del londinense Hotel Carlton, a finales del XIX.

A los ingleses siempre les escandalizó que los franceses comiesen ranas, y llegaron a llamar a los galos 'frog eaters', literalmente comedores de ranas. Los franceses se tomaron la revancha cuando, a raíz de la experiencia de Escoffier, los ingleses -bueno; algunos ingleses- aceptaron las ancas de rana fritas, rebozadas y empanadas; desde entonces, los franceses conocen esta receta como 'ancas de rana a la inglesa'.

Están bien, como están bien a la provenzal; pero en tierras bañezanas probé hace unos días unas ancas de rana verdaderamente suculentas, de la mano de ese gran cocinero que es Paco Rubio.

Venían en una cazuela, echando literalmente humo y sumergidas en una salsa roja en la que también había tiras de pimiento verde. La salsa: he ahí el secreto. Una salsa lograda a base de preparar un sofrito con pimientos rojos y verdes, cebollas de verano y ajo; añadirle un poco de pimentón dulce, algo de pimienta e incorporar finalmente tomates y dejar que se haga todo hasta que se integre, momento en el que pasa la salsa por colador, introduce en ella las ancas de rana, previamente sazonadas, y les da un calentón de tres o cuatro minutos.

Estaban buenísimas. La salsa picaba, pero entiéndase que picaba con bastante educación: era la impresión inicial, perfecta para acompañar la blanca y delicada carne de las extremidades inferiores de nuestro anfibio favorito; a los pocos segundos de la ingestión, la sensación de picante desaparecía. Como debe ser. A estas ancas de rana les va muy bien un blanco con cierto carácter, tal vez un buen Verdejo de Rueda, más que un tinto.

El caso es que por esas comarcas de León se rinde culto a las ranas, y se han creado salsitas muy interesantes para añadirles esa picardía que los ingleses de la época victoriana veían en el mero enunciado, en la palabra 'muslos', lo que hizo que Escoffier las ofreciese en su carta como 'ninfas de rana'; la verdad, uno no sabe qué será peor.

Yo he tenido la suerte de comer ancas de rana de muy diversas maneras, y firmadas por grandes cocineros; nunca olvidaré las que me dio, en memorable ocasión, Santi Santamaría. Ni, seguro, las de Paco Rubio; además, estas cosas, comidas con amigos, saben mejor. De todos modos, sé que es tarea imposible convencer a los no adictos de que las ancas de rana son un manjar.

De modo que les dejaremos con su fobia, pensando en que así tocamos a más los que militamos en el bando de los devotos de esa delicia; no sé, pero a veces me gustaría saber en qué estaba pensando Goliath -el del Capitán Trueno, no el de la Biblia- cuando, al entrar en combate, lanzaba su grito de "¡por el gran batracio verde!". EFE
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