Que la izquierda haya aplaudido con las orejas no debería ser algo demasiado sorprendente, ya que al fin y al cabo equivale a una subida de impuestos; que algunos liberales, sin embargo, hayan visto en esta eliminación el punto final a una discriminación fiscal que distorsionaba nuestra estructura productiva (algunos ingenuos, de hecho, la consideraban responsable de la burbuja inmobiliaria) ya empieza a ser más preocupante.
Por supuesto, son tiempos propicios para considerar la inversión en ladrillo como el origen de todos nuestros males. Cualquier movimiento político que trate de agitar esa bandera contará con el aplauso de las masas: "Que esta calamidad no vuelva a suceder". Y si a esto le añadimos que algunos ven la supresión de la deducción como un mecanismo para proceder a una rápida liquidación de todo el stock de viviendas que acumula nuestro país, la ocurrencia zapateril (en realidad, sebastianil) se torna una ponderada y sensata medida de política económica.
Sin embargo, no deberíamos ir tan deprisa. Ni la inversión en vivienda es una locura de juventud a la que haya que poner coto, ni la deducción causó la burbuja inmobiliaria, ni su eliminación contribuirá a la superación de la crisis.
La vivienda como inversión
Si durante el boom casi todo el mundo consideraba que la vivienda era la única inversión segura y generadora de riqueza –la bolsa era marginada como una suerte de casino que parecía generar inversiones que mejoraran la calidad de vida del potencial inversor–, ahora casi todo el mundo se afana por despreciarla. ¿Para qué comprar una casa, si se puede alquilar? ¿Acaso creemos que un país como España puede salir adelante cuando su primera industria es el ladrillo?
En realidad, ni los excesos laudatorios de ayer ni los excesos denigratorios de hoy tienen demasiado sentido. Obviamente, la vivienda es una inversión: quien adquiere un inmueble está trasladando parte de su renta actual al futuro (está capitalizando su renta). Las letras de la hipoteca que pagamos hoy permanecen en la forma de un bien inmueble que nos proporciona servicios de habitación, que podemos alquilar a otras personas para obtener nuevas rentas, que podemos vender por un monto elevado o legar a nuestros hijos para que tomen cualquiera de esas decisiones.
Otra cosa es que la vivienda sea una buena inversión. Eso dependerá de su precio (actual y futuro). En España era una inversión razonablemente buena en 1997, se convirtió en una razonable en el año 2000... y a partir de ahí debería haber perdido todo su atractivo frente a otros activos, como las acciones. Hoy, las tornas están cambiando, y cada vez va siendo menos infrecuente encontrar pisos a precios interesantes y que constituyan posibles buenas inversiones.
¿Se enriquece un país cuyo parque de viviendas no deja de crecer? Por un lado, está claro que los individuos necesitan vivir en algún sitio, que aspiran a emanciparse de sus padres y formar una familia, que desean disponer de uno o varios sitios de recreo en los que refugiarse durante su tiempo libre (segundas y terceras viviendas). Por otro, los inmuebles también son la base de la producción de la industria turística (hoteles y apartamentos) y de buena parte de las demás (necesitan tener oficinas, almacenes, locales comerciales...). Por consiguiente, la vivienda es un bien de capital bastante polivalente y reconvertible, que presenta una amplia demanda por parte de los individuos (demanda que, además, resulta bastante improbable que se extinga en el futuro).
Resulta poco dudoso que más viviendas significan más riqueza y más bienestar para los individuos. El problema no es tanto que la burbuja haya arrojado un exceso de viviendas cuanto que ese exceso se ha generado a costa del defecto de otros bienes de capital e industrias, que en estos momentos supondrían aún más riqueza que las nuevas viviendas (es decir, las viviendas son útiles, pero había otras inversiones más útiles que fueron desatendidas).
La deducción por vivienda como causa de la burbuja
Diversos analistas han sugerido que uno de los motivos principales que engordaron la burbuja inmobiliaria en nuestro país fue la existencia de la deducción por compra de vivienda. Dado que esta deducción nos permitía ahorrarnos –como mucho– unos 1.400 anuales en el IRPF por la compra de la vivienda habitual, había incentivos muy poderosos para que todo el ahorro se canalizara hacia los inmuebles.
Es un error, sin embargo, suponer que la legislación tributaria pueda generar burbujas. Desde luego, las figuras fiscales afectan a la estructura productiva, pero difícilmente podrán tildarse estos efectos de burbuja. Toda inversión se adopta (o se debería adoptar) por su rentabilidad financiero-fiscal (por su rentabilidad después de impuestos); por tanto, una fiscalidad favorable a un tipo de inversiones, como la efectuada en vivienda, sólo hará que la rentabilidad antes de impuestos de la vivienda sea menor que la de otros activos. Pero esto nada tiene que ver con una burbuja, que alude a que el valor presente de un activo se incrementa mucho con respecto a las rentas futuras esperadas, y que se produce como consecuencia de unos tipos de interés artificialmente bajos. Quien causó la burbuja inmobiliaria en España fue el sistema bancario (el Banco Central Europeo, con sus tipos de interés al 2%, y los bancos privados, con su estrategia de endeudarse a corto e invertir a largo), no la deducción.
Pero es que, aparte, los supuestos privilegios fiscales de la vivienda en España resultan cuando menos discutibles. Recordemos que la compra de vivienda de obra nueva está sometido al IVA (7%), y la de segunda mano al Impuesto de Transmisiones Patrimoniales (cada autonomía tiene el suyo, pero se mueve en torno al 7%), entre otros tributos. Dicho de otra manera: según estos analistas, la vivienda está tan fiscalmente favorecida en España porque comprando un inmueble nos podemos ahorrar como mucho unos 1.400 euros anuales en el IRPF... a costa de pagar de golpe 14.000 euros (y eso para una vivienda de 200.000 euros; si fuera de 400.000, rozaría los 30.000).
La supresión de la deducción como incentivo a la recuperación
Con independencia de que me parezca absurdo que políticamente se prime la adquisición de vivienda frente a otras formas de inversión y con independencia de que el origen de esta deducción se encuentre en el deseo de corregir los nefastos efectos de otras intervenciones (en esencia, la progresiva merma en la inversión en vivienda y el deterioro del parque de inmuebles derivados de la desprotección jurídica de los arrendadores), la deducción es, al menos, un incentivo fiscal al ahorro. Y para superar la crisis necesitamos más ahorro con el que poder sufragar la reconversión del tejido productivo español. Por supuesto, como digo, lo más inteligente sería mejorar la fiscalidad para todos los instrumentos de ahorro, de modo que las decisiones de inversión se basaran en las necesidades de los consumidores y no de Hacienda. Pero como esto no parece estar en la agenda ni del PSOE ni del PP, al menos que conserven la deducción por compra de vivienda.
Su eliminación sólo retrasará el necesario ajuste de precios hasta 2011 (ya que los promotores adquieren hasta esa fecha un mayor poder de negociación para negarse a corregir la sobrevaloración de los inmuebles), y a partir de ese año agravará la deflación de precios de la vivienda: dado que se encarecerán los precios después de impuestos, los precios antes de impuestos percibidos por los promotores tendrán que reducirse aún más. Así pues, el Estado se lucrará a costa de unos promotores que para entonces estarán aún más asfixiados que ahora.
Si esperamos edificar nuestra recuperación primando el consumo sobre el ahorro, tratando de evitar que se produzca el necesario ajuste de precios y esquilmando fiscalmente a las partes más debilitadas de la economía, es que todavía no hemos aprendido por qué se produjo la crisis y cómo hay que salir de ella. Que los políticos tropiecen en estas dos piedras es comprensible; que los economistas se caigan de morros por apoyar una inalcanzable neutralidad fiscal no lo es en absoluto. Aunque, viendo el deplorable estado de nuestra ciencia, va siendo cada vez más habitual.
Por supuesto, son tiempos propicios para considerar la inversión en ladrillo como el origen de todos nuestros males. Cualquier movimiento político que trate de agitar esa bandera contará con el aplauso de las masas: "Que esta calamidad no vuelva a suceder". Y si a esto le añadimos que algunos ven la supresión de la deducción como un mecanismo para proceder a una rápida liquidación de todo el stock de viviendas que acumula nuestro país, la ocurrencia zapateril (en realidad, sebastianil) se torna una ponderada y sensata medida de política económica.
Sin embargo, no deberíamos ir tan deprisa. Ni la inversión en vivienda es una locura de juventud a la que haya que poner coto, ni la deducción causó la burbuja inmobiliaria, ni su eliminación contribuirá a la superación de la crisis.
La vivienda como inversión
Si durante el boom casi todo el mundo consideraba que la vivienda era la única inversión segura y generadora de riqueza –la bolsa era marginada como una suerte de casino que parecía generar inversiones que mejoraran la calidad de vida del potencial inversor–, ahora casi todo el mundo se afana por despreciarla. ¿Para qué comprar una casa, si se puede alquilar? ¿Acaso creemos que un país como España puede salir adelante cuando su primera industria es el ladrillo?
En realidad, ni los excesos laudatorios de ayer ni los excesos denigratorios de hoy tienen demasiado sentido. Obviamente, la vivienda es una inversión: quien adquiere un inmueble está trasladando parte de su renta actual al futuro (está capitalizando su renta). Las letras de la hipoteca que pagamos hoy permanecen en la forma de un bien inmueble que nos proporciona servicios de habitación, que podemos alquilar a otras personas para obtener nuevas rentas, que podemos vender por un monto elevado o legar a nuestros hijos para que tomen cualquiera de esas decisiones.
Otra cosa es que la vivienda sea una buena inversión. Eso dependerá de su precio (actual y futuro). En España era una inversión razonablemente buena en 1997, se convirtió en una razonable en el año 2000... y a partir de ahí debería haber perdido todo su atractivo frente a otros activos, como las acciones. Hoy, las tornas están cambiando, y cada vez va siendo menos infrecuente encontrar pisos a precios interesantes y que constituyan posibles buenas inversiones.
¿Se enriquece un país cuyo parque de viviendas no deja de crecer? Por un lado, está claro que los individuos necesitan vivir en algún sitio, que aspiran a emanciparse de sus padres y formar una familia, que desean disponer de uno o varios sitios de recreo en los que refugiarse durante su tiempo libre (segundas y terceras viviendas). Por otro, los inmuebles también son la base de la producción de la industria turística (hoteles y apartamentos) y de buena parte de las demás (necesitan tener oficinas, almacenes, locales comerciales...). Por consiguiente, la vivienda es un bien de capital bastante polivalente y reconvertible, que presenta una amplia demanda por parte de los individuos (demanda que, además, resulta bastante improbable que se extinga en el futuro).
Resulta poco dudoso que más viviendas significan más riqueza y más bienestar para los individuos. El problema no es tanto que la burbuja haya arrojado un exceso de viviendas cuanto que ese exceso se ha generado a costa del defecto de otros bienes de capital e industrias, que en estos momentos supondrían aún más riqueza que las nuevas viviendas (es decir, las viviendas son útiles, pero había otras inversiones más útiles que fueron desatendidas).
La deducción por vivienda como causa de la burbuja
Diversos analistas han sugerido que uno de los motivos principales que engordaron la burbuja inmobiliaria en nuestro país fue la existencia de la deducción por compra de vivienda. Dado que esta deducción nos permitía ahorrarnos –como mucho– unos 1.400 anuales en el IRPF por la compra de la vivienda habitual, había incentivos muy poderosos para que todo el ahorro se canalizara hacia los inmuebles.
Es un error, sin embargo, suponer que la legislación tributaria pueda generar burbujas. Desde luego, las figuras fiscales afectan a la estructura productiva, pero difícilmente podrán tildarse estos efectos de burbuja. Toda inversión se adopta (o se debería adoptar) por su rentabilidad financiero-fiscal (por su rentabilidad después de impuestos); por tanto, una fiscalidad favorable a un tipo de inversiones, como la efectuada en vivienda, sólo hará que la rentabilidad antes de impuestos de la vivienda sea menor que la de otros activos. Pero esto nada tiene que ver con una burbuja, que alude a que el valor presente de un activo se incrementa mucho con respecto a las rentas futuras esperadas, y que se produce como consecuencia de unos tipos de interés artificialmente bajos. Quien causó la burbuja inmobiliaria en España fue el sistema bancario (el Banco Central Europeo, con sus tipos de interés al 2%, y los bancos privados, con su estrategia de endeudarse a corto e invertir a largo), no la deducción.
Pero es que, aparte, los supuestos privilegios fiscales de la vivienda en España resultan cuando menos discutibles. Recordemos que la compra de vivienda de obra nueva está sometido al IVA (7%), y la de segunda mano al Impuesto de Transmisiones Patrimoniales (cada autonomía tiene el suyo, pero se mueve en torno al 7%), entre otros tributos. Dicho de otra manera: según estos analistas, la vivienda está tan fiscalmente favorecida en España porque comprando un inmueble nos podemos ahorrar como mucho unos 1.400 euros anuales en el IRPF... a costa de pagar de golpe 14.000 euros (y eso para una vivienda de 200.000 euros; si fuera de 400.000, rozaría los 30.000).
La supresión de la deducción como incentivo a la recuperación
Con independencia de que me parezca absurdo que políticamente se prime la adquisición de vivienda frente a otras formas de inversión y con independencia de que el origen de esta deducción se encuentre en el deseo de corregir los nefastos efectos de otras intervenciones (en esencia, la progresiva merma en la inversión en vivienda y el deterioro del parque de inmuebles derivados de la desprotección jurídica de los arrendadores), la deducción es, al menos, un incentivo fiscal al ahorro. Y para superar la crisis necesitamos más ahorro con el que poder sufragar la reconversión del tejido productivo español. Por supuesto, como digo, lo más inteligente sería mejorar la fiscalidad para todos los instrumentos de ahorro, de modo que las decisiones de inversión se basaran en las necesidades de los consumidores y no de Hacienda. Pero como esto no parece estar en la agenda ni del PSOE ni del PP, al menos que conserven la deducción por compra de vivienda.
Su eliminación sólo retrasará el necesario ajuste de precios hasta 2011 (ya que los promotores adquieren hasta esa fecha un mayor poder de negociación para negarse a corregir la sobrevaloración de los inmuebles), y a partir de ese año agravará la deflación de precios de la vivienda: dado que se encarecerán los precios después de impuestos, los precios antes de impuestos percibidos por los promotores tendrán que reducirse aún más. Así pues, el Estado se lucrará a costa de unos promotores que para entonces estarán aún más asfixiados que ahora.
Si esperamos edificar nuestra recuperación primando el consumo sobre el ahorro, tratando de evitar que se produzca el necesario ajuste de precios y esquilmando fiscalmente a las partes más debilitadas de la economía, es que todavía no hemos aprendido por qué se produjo la crisis y cómo hay que salir de ella. Que los políticos tropiecen en estas dos piedras es comprensible; que los economistas se caigan de morros por apoyar una inalcanzable neutralidad fiscal no lo es en absoluto. Aunque, viendo el deplorable estado de nuestra ciencia, va siendo cada vez más habitual.