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COMER BIEN

Gastronomía: Los secretos del gorrino

Que el cerdo es un animal benefactor de la Cristiandad es algo que, a estas alturas y pese a las periódicas campañas en contra que ha de sufrir por un quítame allá ese colesterol, no creemos que pueda negar nadie. Que, como reza un viejo dicho castellano, no tiene desperdicio, tampoco.

Es posible, desde luego, que haya algo no comestible en la anatomía porcina, pero es bien poca cosa. El cerdo, del morro al rabo, justifica aquella otra frase que afirmaba que si el cerdo volase todos seríamos escopeteros. Bueno, todo el mundo sabe que el cerdo proporciona jamones, lacones, lomo, panceta, costillas... También, claro está, manos y pies —en castellano decimos “manos”, pero los catalanes, como los franceses, hablan de “pies”—, rabo, oreja, lengua, careta, morro y qué sé yo, así de repente, cuántas cosas más.

Pero, claro, uno anda por la vida tratando de aprender cosas. Ya hace algunos años que Rafael Carrillo, amo y señor del magnífico “Churrasco” en plena y bellísima Judería cordobesa, me hizo trabar conocimiento con la llamada “presa de paletilla”, una carne hecha simplemente a la plancha, con sal gorda, que me puso delante... y me supo a gloria. Lógicamente, quise saber qué era, de dónde venía. A la segunda de las preguntas me respondió que del Valle de los Pedroches: otro descubrimiento. A la primera... la presa de paletilla, también llamada presa de aleta o presa de entrañas, es, para entendernos, la cabecera del lomo, la parte que se inserta en los omóplatos o paletillas del gorrino.

Su aspecto, no demasiado agraciado, hizo que durante años se dedicara fundamentalmente a la elaboración de morcón; tiempo después de ese primer contacto, mi buen amigo Joselito me hizo probar su cabeza de lomo embutida, una auténtica maravilla. Hoy comienza a asomar en el mercado la presa fresca. Es una pieza con mucha grasa entreverada en la masa muscular: así está de rica. Eso sí, de cada cerdo se obtienen dos piezas de, más o menos, medio kilo cada una.

Bien, pues ya sabemos que el cerdo tiene una presa. Ah, pero resulta que, sin ser ave ni calamar, también tiene una pluma. Dos, para ser exactos. Otra joya. Es otra pieza muy infiltrada de grasa, que tampoco ofrece un aspecto que enamore por la vista, y que se ha usado también en el lomo embuchado. Estas plumas están al extremo opuesto de la presa: son una especie de alas —y de hecho también se les llama “alas” o “aletas”— que sobresalen del tronco cilíndrico del lomo. El marrano es, con sus plumas, más tacaño que con sus presas: una vez desprovistas de la grasa externa innecesaria, se obtienen dos piezas de no mucho más ni menos de cien gramos cada una. Troceadas al tamaño de bocado, dos bocados como mucho, pasadas por la plancha con apenas unas gotas de aceite, hechas como debe hacerse la carne de cerdo, o sea, no “saignants”, con unas arenillas de sal gorda... El otro día, en casa, resultaron memorables.
 
Vaya con el cerdo, qué callado se tenía lo de la “pluma”, tan guardadita en el armario... Claro, uno puede pensar que hasta un cerdo tiene derecho a tener sus propios secretos.

Ah, pero es que los tiene, ya lo creo que los tiene: otra pieza extraordinaria de su anatomía se llama precisamente “secreto”. También muy infiltrada de grasa, también poco atractiva a la vista, y también deliciosa tratada con los mismos procedimientos que la presa o la pluma. Hablamos ahora de una pieza que está situada bajo la panceta, en el extremo superior de la falda. Como ocurre con las demás piezas de un animal de anatomía simétrica, cada cochino ofrece dos, de unos doscientos gramos cada una. Y, como las antes comentada, son un bocado excelente que, hasta ahora, conocían solamente quienes lidian a diario con el despiece del marrano, que se los guardaban para ellos.
 
También el ganado vacuno tiene sus secretos, entre ellos el llamado “filete del carnicero”, que ignoran los consumidores del casi siempre insípido solomillo; el otro día disfruté de ese filete, cortado de la tapilla... y es otra delicia.

En fin, que hay que aprenderse mejor la anatomía de los animales que comemos, porque ya ven que de donde menos se espera surgen cortes exquisitos y poco conocidos, que, eso sí, en estos momentos se cotizan bastante bien, aunque su comercialización todavía sea escasa.

Si los encuentran, no dejen de llevárselos a casa para probarlos. Verán que crean adicción. En cualquier caso, no vienen más que a ratificar la sentencia con la que abrimos estas líneas: ciertamente, y cada día me convenzo más, el cerdo no tiene desperdicio.
 
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