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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

La vida intelectual

Empiezo a leer Innovación y arcaísmo, de Julián Marías. O a releer, tal vez, porque encuentro en él páginas con subrayados inevitablemente míos. El primer artículo del libro no es un artículo, sino una conferencia, dictada en el Teatro Coliseo de Buenos Aires el 10 de junio de 1971. Pienso que estuve allí, escuchando de viva voz lo que ahora leo. Mi tía abuela Amalia Posse no se perdía una charla de Marías jamás, y yo la acompañaba siempre.


	Empiezo a leer Innovación y arcaísmo, de Julián Marías. O a releer, tal vez, porque encuentro en él páginas con subrayados inevitablemente míos. El primer artículo del libro no es un artículo, sino una conferencia, dictada en el Teatro Coliseo de Buenos Aires el 10 de junio de 1971. Pienso que estuve allí, escuchando de viva voz lo que ahora leo. Mi tía abuela Amalia Posse no se perdía una charla de Marías jamás, y yo la acompañaba siempre.

Trata el filósofo de "Treinta años de vida intelectual en un mundo problemático", nada menos. Es un texto autobiográfico. Y me llama la atención su modestia al fechar el inicio de su vida intelectual en 1941, con la publicación de su Historia de la Filosofía. Ya tenía veintisiete años y llevaba tiempo estudiando con los mejores, Ortega en primer lugar, pero también García Morente, Zubiri, Gaos, Pidal, Gómez Moreno, Sánchez Albornoz, Américo Castro... O sea que vida intelectual, existencia como intelectual, venía teniendo desde hacía mucho. Claro que, al definir su propia persona, Marías escoge ser escritor, y lo precisa sabiamente:

El escritor no es el hombre que escribe, el escritor es el hombre que no es más que escribiendo.

Y añade que es, por lo tanto, "el hombre en quien acontece la expresión de la realidad". Lo que viene a significar que él no se siente intelectual sino a partir del momento en que sus ideas se escriben; más aún: del momento en que aparecen impresas.

Por una vez, me permitiré disentir de Julián Marías. Yo creo apenas a medias lo que los existencialistas dicen, que un hombre no nace, sino que se hace. Que al nacer se está, y que el ser es una conquista nada fácil de alcanzar. El existencialismo, tan tentador, ha sido ostensiblemente superado por la genética: no venimos vacíos, un recién nacido, y hasta el no nacido, no sólo está, sino que es, y ese ser es considerablemente complejo. Hasta el más aparentemente insignificante de los gestos de un niño que está aprendiendo a reclamar cuando aún no habla –como bicho ineludiblemente social que es– supone una enorme actividad intelectual, guiada por algo que solía llamarse instinto y que ahora sabemos que es una escritura, un código anotado en las células. Y la adquisición del habla es un esfuerzo imponente, que no puede ser realizado desde la nada. Ciertamente, el hombre se hace, pero a partir de elementos que posee desde el momento mismo en que es concebido. Para que venga Bibiana Aído y desde su solemne ignorancia pontifique sartreanamente acerca del momento en que se empieza a ser. (Nota: Sartre no tuvo hijos).

La vida intelectual de un intelectual, pues, se inicia en el mismo momento en que se inicia su vida. Por qué unos alcanzan la condición de intelectual, cargando sobre ese aspecto de su persona el grueso de los pesos en este valle de lágrimas, mientras otros se quedan a medio camino o dan prioridad al cuerpo es algo que está para mí en el misterio. Sé que uno está destinado desde el principio, que un intelectual lo es desde siempre, como supongo que lo será también un atleta. El desarrollo mental y el físico están artificialmente separados –por mucho que se evoque aquello de mens sana in corpore sano–, por obra de una cultura, la nuestra, que ha creado prestigios distintos para el desarrollo de cada parte de la persona.

No puedo negar que los jugadores de fútbol suelen dar un espectáculo penoso en lo intelectual: se expresan mal, salvo excepciones. Pero ellos son profesionales, casi se diría que al modo de los gladiadores, en un oficio que lo reclama todo del cuerpo y, en cambio, pide de la cabeza lo estrictamente necesario para el ejercicio de ese deporte, que no es poco, porque el coordinarse con un equipo no es tarea menuda (y los intelectuales solemos ser incapaces de hacerlo). Tampoco los ajedrecistas suelen ser filósofos, aunque haya filósofos que juegan al ajedrez: se trata de un desarrollo del pensamiento limitado a una función dada, y de una actividad que requiere don, talento específico, es decir, unos genes determinados. Así como es don la música, es don la pintura, la escultura, la tecnología, el pensamiento abstracto, la literatura, y hasta el dinero.

Steve Jobs y su hermana han sido hijos de desamorados, pero no de tontos. En él se dieron los dones de la tecnología y el dinero. En ella, el de las letras y el dinero. Ambos han tenido una rica vida intelectual, que probablemente haya comenzado antes de su concepción, cuando sus padres estudiaban. A veces, para producir un individuo brillante en cualquier ramo se necesita el esfuerzo de varias generaciones, cada una de las cuales asciende uno o dos peldaños y acumula y lega lo acumulado. Merecerían estudio las familias de intelectuales que lo son a lo largo de más de una generación, como es el caso de los Darwin, de los Huxley, de los Russell, todos ellos emparentados, de ese grupo de británicos que se reúnen finalmente en Bloomsbury y son economistas, escritores, biólogos y otras muchas cosas. Los Freud, Sigmund, Anna, Lucien. Los Marías, Julián y Javier...

Después, como ha ocurrido con muchas de las grandes fortunas que en el mundo han sido, tras aparecer un intelectual como producto de una larga acumulación de talento y saber por dos o tres generaciones, la siguiente, la de los hijos de ese intelectual, es un hatajo de idiotas, como los descendientes de ricos suelen ser hatajos de dilapidadores. Freud decía que una generación acumula y la siguiente dilapida, pero los números no son tan redondos. Varias acumulan y una o dos dilapidan, y si la fortuna es lo bastante grande, todo puede recuperarse y estabilizarse en la tercera o en la cuarta.

Unos amigos tienen un hijo músico, que ahora es profesor en un conservatorio de gran prestigio. Cuando era bebé, solían acunarlo con el "Canon" de Pachelbel. Sobrevino un desastre general y mis amigos y sus hijos tuvieron que abandonar su país y emprender el camino del exilio, donde durante largo tiempo carecieron de cosas tan elementales para ellos como un buen reproductor de sonido. Antes que el reproductor, consiguieron un piano para que el niño estudiara. Poco después llegó el reproductor, y con él una grabación del "Canon". El niño, que jamás había visto esa música escrita ni recordaba haberla oído, dijo: "Es raro, no lo conozco pero sé tocarlo". No lo conocía en la memoria racional, pero estaba profundamente instalado en la otra memoria.

La vida intelectual se realiza no comienza, que eso ha ocurrido hace mucho– cuando genera su primer producto, la primera obra, sea la que sea, composición, texto, teorema, elemento químico, galaxia revelada, cuadro. Y tampoco finaliza con la muerte, porque la obra ingresa desde el momento mismo de su realización en la gran red de la vida intelectual de la humanidad, en la cual recorre caminos misteriosos, a veces esperando que llegue su tiempo de ser recogida y empleada como escalón, pero siempre haciendo las veces de apoyo para que el conjunto de la especie avance. Porque al final, siempre hay un renacimiento.

 

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