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THE LANCET, ALANCEADA

Los muertos que vos matáis, o una escandalosa manipulación contable de la tropa pacifista

Pocas revistas médicas pueden medir su reputación con la de The Lancet. En el curso de su larga historia, esta cabecera británica fundada en 1823 ha publicado trabajos de extraordinaria importancia, como el de Joseph Lister sobre los antisépticos o el de Howard Florey sobre la penicilina. De ahí que suscitara tanto interés un estudio que publicó en octubre de 2006, tres semanas antes de las últimas legislativas norteamericanas, y en el que se afirmaba que en Irak la guerra se había cobrado ya la vida de 655.000 personas

Pocas revistas médicas pueden medir su reputación con la de The Lancet. En el curso de su larga historia, esta cabecera británica fundada en 1823 ha publicado trabajos de extraordinaria importancia, como el de Joseph Lister sobre los antisépticos o el de Howard Florey sobre la penicilina. De ahí que suscitara tanto interés un estudio que publicó en octubre de 2006, tres semanas antes de las últimas legislativas norteamericanas, y en el que se afirmaba que en Irak la guerra se había cobrado ya la vida de 655.000 personas
Los medios de comunicación, los pacifistas y los legisladores se hicieron eco inmediatamente de tan descomunal cifra, diez veces superior a las que venían barajando las demás fuentes. Así, en junio de 2006 el Ministerio de Sanidad iraquí estimaba el número de muertos en 50.000, mientras que el Iraq Body Count, un grupo antibelicista independiente que lleva un registro público de las víctimas del conflicto, hablaba de 45.000. Si The Lancet estaba en lo cierto, en los dos años y medio transcurridos desde la invasión norteamericana habían perdido la vida más iraquíes que en los ocho que duró la guerra que enfrentó al Irak de Sadam Husein con el Irán de Jomeini.
 
Cuando le preguntaron sobre el estudio de marras, el presidente Bush declaró: "No lo considero digno de crédito". Asimismo, el portavoz del por entonces primer ministro británico, Tony Blair, lo desdeñó por lo mucho que le separaba de la exactitud.
 
Pero los medios, en su gran mayoría, lo airearon sin formular pregunta alguna. "Uno de cada 40 iraquíes ha muerto desde la invasión", tronó un día el Guardian británico desde su portada. En el portal de la CNN se pudieron leer informaciones como la que sigue: "Un nuevo estudio informa que, desde la invasión liderada por EEUU, la guerra ha arramblado con la vida de 665.000 iraquíes (o sea, más de 500 muertos diarios)". Y en una de las ediciones de CBS Evening News se dijo: "Nuevas pruebas de la devastación que ha provocado la invasión norteamericana en Irak: 655.000 iraquíes, el 2,5% de la población, han muerto como consecuencia de la guerra".
 
Pocos periodistas cuestionaron la integridad del estudio, o la de sus autores: Gilbert Burnham y Les Roberts, de la Bloomberg School of Public Health de la Universidad Johns Hopkins, y el científico iraquí Riad Lafta. Un día, Richard Harris, de la National Public Radio, le dijo a Burnham: "Usted ha hecho este anuncio justo antes de que tengan lugar las elecciones. ¿Hay alguna motivación política de por medio?". A lo cual Burnham respondió que no. Algo parecido declaró a la revista Newsweek: "No hay motivación política alguna en esto. Tengo plena confianza en mis datos".
 
Pues bien: lo cierto es que el susodicho informe estaba marinado en política, y sus abracadabrantes conclusiones deberían haber suscitado de todo menos confianza.
 
El National Journal acaba de publicar un análisis exhaustivo del informe de Burnham, Roberts y Lafta. En él, los periodistas Neil Munro y Carl M. Cannon denuncian que está fatalmente lastrado por deficiencias de grueso calibre: equipos encuestadores que funcionan sin supervisión, muestreos demasiado pequeños como para ser estadísticamente válidos, etcétera. Burnham, Roberts y Lasfta se han negado a facilitar la mayoría de los datos que han manejado para que puedan ser sometidos a revisión por otros investigadores, y el único disco de almacenaje que han cedido, a regañadientes, contiene sospechosas muestras de "acumulación de datos", o sea, de manipulación contable. Por lo demás, no recopilaron datos demográficos básicos de los entrevistados, una herramienta fundamental para prevenir el fraude.
 
"No hicieron nada de lo que se hace para evitar las manipulaciones", declaró Fritz Scheuren, vicepresidente de estadística del National Opinion Research Center, a los reporteros del National Journal.
 
Si mala era la metodología de Burnham, Roberts y Lafta, peor, mucho peor, era la carga de toxicidad política llevaba en su seno el propio informe:
– Una gran parte de los fondos para su elaboración procedieron del Open Society Institute del multimillonario izquierdista George Soros, ese estridente crítico de la guerra de Irak que, como recuerdan Munro y Cannon, se gastó 30 millones de dólares en tratar de derrotar a Bush en 2004.
 
– Tanto Burnham como Roberts eran detractores confesos de la guerra de Irak, y enviaron su estudio a The Lancet con la condición de que fuera publicado antes de las elecciones. Roberts, que se describe a sí mismo como un tipo empeñado en que se ponga fin a tal conflicto, incluso quiso presentarse como candidato demócrata al Congreso por el 24º distrito de Nueva York. "Fue una combinación de Irak y el Katrina lo que me sacó de mis casillas", relató al National Journal.
 
– El director de The Lancet, Richard Horton, "tampoco oculta su izquierdismo", escriben Munro y Cannon. En septiembre de 2006, en el curso de una concentración de protesta, Horton denunció al "eje imperialista angloamericano" como responsable de que "millones de personas" mueran víctimas de la pobreza y las enfermedades. Por cierto: desde que Holton está al mando a The Lancet le han llovido las críticas por ofrecer productos sensacionalistas y de pésima calidad. En 2005, treinta científicos británicos de primera fila cargaron contra el "afán de salir en los titulares" de Horton y le acusaron de publicar "textos apocalípticos miserablemente escritos y documentados".
Lo de que la invasión de Irak había provocado una matanza de proporciones similares a la registrada en Ruanda en 1994 era una acusación tan grotesta, tan exagerada, que debió haber sido acogida con sumo escepticismo. Pero como le venía de maravilla a quienes ansiaban pintar la guerra como una catástrofe moral, el sentido común fue dejado de lado.
 
"En nuestra opinión, el estudio de la Universidad Johns Hopkins seguirá siendo válido hasta que alguien lo eche abajo", editorializó en su momento el Baltimore Sun. Bueno, pues ya lo han echado abajo, y de qué manera. ¿Qué harán ahora los medios, proclamar a los cuatro vientos que ha sido minuciosamente desacreditado? Si usted es de los que piensan que sí, espere sentado.
 
 
JEFF JACOBY, columnista del Boston Globe.
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