Marx convenció al gran público de que el socialismo era el resultado de un proceso inevitable. Ahora, Steiner, pensador influyente donde los haya, propone como nueva la más rancia de las ideas de Europa: la de un continente un poco más pequeño de lo que en realidad es, mucho más aislado de lo que en realidad está y con una trama cultural fundada en una mezcla de frivolidades anacrónicas, negaciones y conservaciones artificiales.
Lo hace en La idea de Europa, su conferencia Nexus, la de 2004, un total de 44 páginas impresas, poco más de la mitad, unas veintipocas, en texto mecanográfico. Se acaba de publicar en un libro que incluye la presentación de Steiner por Rob Rieman, director fundador del Nexus Institute de Holanda, y un prólogo de Mario Vargas Llosa sabiamente titulado ‘Una idea de Europa’. Un total de 80 páginas impresas. La conferencia de Steiner tiene la ventaja de la brevedad, que obliga al disertante a resumir sus posiciones y, como consecuencia, a revelar la estructura que las sostiene.
La idea de Europa que nos propone Steiner es, en el mejor de los casos, limitada y, en el peor, un punto de partida para la reiteración de lo más lamentable de la historia del siglo XX.
Europa es, según Steiner, una suma de cafés, paisajes a la medida del peatón, calles que llevan nombres de personajes ilustres, la conflictiva doble herencia de Atenas y Jerusalem y la tendencia generalizada a creer que las sociedades continentales tienden a la ruina y la aniquilación final.
Los primeros términos de esta serie –cafés, paisajes y paseos, calles que aspiran a contribuir a la memoria– dan lugar a una especulación excluyente y frívola, que deja fuera gran parte del mundo anglosajón, la creación europea de los Nuevos Mundos –América y Australia– y, por si eso fuera poco, Moscú, "un suburbio de Asia", descripción más propia de un turista ignorante y prejuicioso que de un pensador de nota que así, de un plumazo, borra de la cultura continental una porción importante de la novela europea del siglo XIX. ¿Por qué no, si desde el principio se prescinde de Melville, por ejemplo, sin el cual no se podría explicar por entero la literatura italiana de la segunda mitad del XX?
"No hay cafés primeros ni determinantes en Moscú [...] Muy pocos en Inglaterra después de una moda pasajera en el siglo XVIII. Ninguno en Norteamérica fuera del puesto avanzado galo de New Orleans. Si trazamos el mapa de los cafés, tendremos uno de los indicadores esenciales de la 'idea de Europa' [...] El café es un lugar para la cita y la conspiración". A continuación menciona a unos cuantos pobladores de cafés europeos, entre ellos a Lenin, a quien sitúa en Génova, escribiendo Materialismo y empiriocriticismo y jugando al ajedrez con Trotski; se me ocurre que no es imposible que conspiraran contra la Europa real. En otros cafés, en tiempos muy próximos, haría lo propio Adolf Hitler.
En la categoría "café" no entran, a juicio de Steiner, el pub inglés y la taberna irlandesa, ni el bar americano, en cuyas mesas "nadie escribiría tomos sobre fenomenología". Por otra parte, en el mapa de cafés "primeros y determinantes" no figuran los de Buenos Aires, en los que Borges escribió unas cuantas páginas, ni los de Santiago de Chile, ni los de Lima, ni los del D.F., probablemente suburbios de África o de las Indias. Y es que la Europa de Steiner no es la matriz de Occidente, al que, como tantas veces ha explicado Vargas Llosa, pertenecen las Américas. Más aún: la Europa de Steiner se define por oposición, como oposición al Occidente americano.
Ahí aparece la Europa paseable. "En una era americana", dice Steiner después de extenderse sobre peripatetismos y paseos de filósofos, "que es la del automóvil y el avión a reacción, apenas podemos imaginar las distancias que los maestros europeos recorrían y utilizaban para finalidades intelectuales y poéticas". Desde luego, antes de la invención de los medios de transporte modernos –tan europeos como americanos, a menos que los hermanos Montgolfier, Farman o Bleriot fuesen americanos– la gente se movía por Europa, y por el resto del mundo, como podía: a caballo, en alguna clase de carruaje de tracción a sangre, o a pie. Aunque fuera Kant. Andar no es signo de europeidad, sino de atraso.
El diseño intelectual de la Europa pedestre, o paseante, o pedante, sin embargo, se completa más abajo: "La historia europea ha sido una historia de largas marchas", anota el autor, para enumerar a continuación las de las tropas de Alejandro, las de Bonaparte y, por fin, las de la Wehrmacht, "que avanzaron a pie desde las regiones atlánticas más occidentales de Francia hasta el Cáucaso". La infantería avanza a pie en todas partes, por infantería, no por europea. Y aunque lo diga un judío, los caminos de la Wehrmacht no llevan a Europa ni desempeñan un papel europeo, sino todo lo contrario. Tal vez pudieran añadir algo a la historia de las marchas por Europa todos los que la invadieron o simplemente la poblaron, nuestros antepasados bárbaros, que no fueron pocos. Andaban, como luego lo hicieron los conquistadores en América.
Después vienen las calles, con nombres que los ciudadanos no identifican habitualmente con ningún rostro ni ninguna historia concreta, nombres que son sólo eso para la mayoría: nombres de calles. Pero que para Steiner representan "la soberanía del recuerdo" y "la autodefinición de Europa como lieu de la mémoire". "Las avenidas y calles americanas están simplemente numeradas", dice, ignorando, temo que por desprecio, el Paseo de la Reforma de México, la Alameda de Santiago de Chile o la porteña Avenida Alvear. "Un europeo culto", sostiene Steiner, "queda atrapado en la telaraña de un in memoriam a la vez luminoso y asfixiante. Es precisamente este tejido lo que América [del Norte] rechaza. Su ideología ha sido la del amanecer y la futuridad. Cuando Henry Ford declaró que 'la historia es una estupidez', estaba ofreciendo una contraseña para la amnesia creativa, una capacidad de olvidar que avala una búsqueda pragmática de la utopía".
Steiner es un europeo culto, tan culto que quizá se conmueva al pasear por el Corso Garibaldi, y además es judío –aunque no lo parezca–, de modo que sabe perfectamente que identificar al nazi Ford, autor de El judío internacional, con una supuesta –y ya es bastante suponer– ideología americana –probablemente un factor necesario para justificar por oposición una ideología europea– es, cuando menos, avieso: toda la historia de los Estados Unidos, desde su intervención en la Gran Guerra, se ha construido como oposición a Henry Ford, a su pensamiento y a su práctica empresarial.
Y sabe también Steiner, sin duda, que la exaltación del amanecer y la futuridad son rasgos de la ideología fascista italiana. Pertencen a Ezra Pound, no a Walt Withman.
Finalmente, ser europeo es, para Steiner, "tratar de negociar, moralmente, intelectualmente y existencialmente los ideales y aseveraciones rivales, la praxis de la ciudad de Sócrates y la de Isaías". Digamos que, en su esquema, el cristianismo y el socialismo utópico son dos notas a pie de página del judaísmo, "descendientes del Sinaí, incluso en lugares donde los judíos eran una minoría despreciada y acosada". Un esquema pobre, todo hay que decirlo, por estar fundado en una concepción de la Antigüedad nacida con Goethe, aún dominante en las universidades europeas, pero que un intelectual serio, como Steiner, debiera haber puesto en duda más de un vez; sobre todo, porque esa idea de la Antigüedad sustentó las doctrinas nacionales del romanticismo. Y un esquema perverso en relación con el cristianismo, donde sí se operó la incorporación del legado helénico, y con los diversos utopismos, incluido el socialista, tan comprometidos con la República platónica como con los diversos programas sociales de la Torá, de Moisés en adelante.
Todo lo que precede, sumado a la idea de que "el cristianismo es una fuerza en decadencia", abre la puerta a un argumento terrible por cuanto en él se resumen pretensiones y presupuestos que son los que, precisamente, han venido poniendo a la Europa real en situación de indefensión: "En un mundo asolado ahora por un fundamentalismo criminal, ya sea el del sur o el del medio oeste americano, ya el del islam, Europa occidental tiene tal vez el imperioso privilegio de elaborar y llevar a efecto un humanismo secular". Ya se sabe: cada vez que Europa ha sentido ese imperioso privilegio en el siglo XX, los Estados Unidos han tenido que venir a sacar las castañas del fuego, poniendo a sus infantes a caminar como auténticos europeos, desde Normandía hasta Berlín. Y la gente como Steiner ha terminado en una cámara de gas.
Después de eso, a Steiner no le queda sino decir la verdad: avanza la posibilidad de que Europa genere una revolución antiindustrial como generó la propia revolución industrial, cosa que a él no le parece mal porque "las solidaridades y creatividades humanas pueden tener su origen en una relativa pobreza". Tampoco teme nuestro autor por el destino de la democracia: "No es la censura política lo que mata: es el despotismo del mercado de masas y las recompensas del estrellato comercializado". En este punto, hasta el generoso prologuista dice "aquí ya no puedo seguirlo".
Todo el pensamiento vulgar que nos acosa, desde el elogio de la pobreza hasta la infravaloración de la democracias, desde el antiamericanismo burdo –ignorante y despectivo con el papel de América en Europa– hasta la negación del carácter judeocristiano de Europa, resumido en su esencia en unas páginas firmadas por un maestro.