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ANTOLOGÍA DE CUENTOS

Tres imágenes de Jiménez Lozano

Probablemente son de sobra conocidos los cuentos de uno de los mejores escritores de historias de nuestra literatura, porque ya son cinco los libros de relatos que ha publicado José Jiménez Lozano: El santo de mayo, 1976; El grano de maíz rojo, 1988; Los grandes relatos, 1991; El cogedor de acianos, 1993 y Un dedo en los labios, 1996.

Probablemente son de sobra conocidos los cuentos de uno de los mejores escritores de historias de nuestra literatura, porque ya son cinco los libros de relatos que ha publicado José Jiménez Lozano: El santo de mayo, 1976; El grano de maíz rojo, 1988; Los grandes relatos, 1991; El cogedor de acianos, 1993 y Un dedo en los labios, 1996.
Antología de cuentos de Jiménez Lozano
Pero lo que hoy es novedad es que se acaba de publicar una antología de sus piezas en Cátedra. Y creo que la decisión es un acierto porque el escritor es un maestro del género, que Azorín definía como “instante humano sugeridor”. Muchas son las razones que gritan esta maestría en el oficio del más “humilde de los géneros”, como le gustaba decir a Flannery O’Connor, y una de estas razones quizá la más evidente y la más querida por el lector, al fin y al cabo eso somos, es la de procurar un efecto. Poe nos lo redescubrió, y desde su perspectiva romántica, buscó esos desenlaces perturbadores que inquietarán a todos y cada uno de los que se acercaban a sus textos. Recuperaba así para el texto impreso la vieja capacidad perturbadora del contador de historias.
 
En el siglo XXI, Jiménez Lozano recupera la tradición bíblica de los relatos, que en su concreción extraordinaria, apelan a esa necesaria participación del lector y se convierten en experiencia actual. En este sentido, y aunque las historias relatadas pertenecen al mundo de los recuerdos, escenas perdidas y recuperadas por la memoria, objetos en desuso, instante ...que podrían darnos la sensación nostálgica de lo perdido, J. Lozano vence sobre ello a través de la construcción de una imagen que, perteneciendo al pasado, revela un acontecimiento que reside en la profundidad de la historia y que apela a un efecto en el lector que actualice la experiencia. Así cumple prodigiosamente el requisito indispensable que exigía Poe, es decir, posibilita el nacimiento de “un lazo de simpatía” entre el autor y el lector. Lo hace a través de relatos sencillos que, en su sencillez, casi podrían ser despreciados pero construye a través de ellos toda una imagen del mundo.
 
Vayamos con tres ejemplos que ofrece esta antología. El primero, titulado “El jubilado”, cuenta la historia del Padre Yakunin, sacerdote en un país no claramente identificado pero que parece vinculado a uno de los pueblos sometidos a la represión ideológica y religiosa de los estados totalitarios de la órbita soviética. De hecho, el título de la obra hace referencia a la situación del protagonista, que aún siendo sacerdote ha tenido que renunciar a su tarea de cuidado y atención a sus feligreses para desempeñar un oficio de “utilidad” para el Estado. Trabaja para los proyectos del gobierno, aparentemente está sometido a uno de los planes quinquenales del estado, en concreto al de producción de Carne de Ave en la antigua iglesia. Incluso ha consentido con la transformación de la Parroquia en una de las sedes de la Cooperativa de Aves y por ello es considerado por el doctor Schepelin, ingeniero y miembro del Comité de Asuntos Religiosos y organizador de cursos de ateísmo en la ciudad, como uno de los mejores colaboradores del régimen. A pesar de estas apariencias, el padre Yakunin no está jubilado porque, casi a su pesar, muestra por todos los poros una vida irrenunciable e indestructible, la vida de la fe. El personaje, aparentemente desbaratado y torpe, es un testimonio de un misterio potente que se sigue revelando y dando significado incluso a través de la forma más miserable, la de la carne y los huesos del padre Yakunin. Le brillan los ojos, signo de su pasión por la iglesia, cuando el doctor en ateísmo le habla de adecentar la iglesia, muestra su fidelidad hacia la persona de Jesús compartiéndola con el tonto del pueblo (“Solamente se dice que con el hijo idiota de María la Tejedora, mantenía alguna conversación de tipo religioso y que el idiota se reía, aunque nada le hacia reír en este mundo [...] el Padre Yakunin parecía feliz, porque el resto del tiempo, cuando él no le hablaba de religión, el idiota se encontraba meditabundo y entristecido, con sus grandes ojos pardos abiertos y abiertos como saltándosele de las órbitas”). La fe de Yakunin está tan arraigada, el cura ha sido de tal manera marcado por el abrazo de Cristo, que su silencioso vivir es testimonio de esta preferencia que nada tiene que ver con la coherencia. Así se muestra en el rechazo de su mujer que “le había abandonado porque no podía sufrir por más tiempo su superstición, que era para ella una insoportable sevicia”. Pero también genera seguimiento: el de María la Tejedora, la madre del “inocente” que le lleva un huevo y sal a Yakunin para la cena para que recé por su hijo muerto “que ya hacía un año que no debía de hacer otra cosa que reír de felicidad, allá en el cielo”; o el seguimiento de su hijo que le pide al padre que si muere le entierre en la iglesia-gallinero, a lo que el padre responde convencido: “No morirás –dijo el cura- . En cien kilómetros a la redonda eres el único cristiano y tendrás hijos cristianos. La Iglesia puede callar y consentir, y hasta prostituirse, pero la fe perdurará. Mientras esa iglesia esté ahí, en pie, aún habitada por los lujuriosos gallos y los ánades ridículos y yo esté aquí (...) nada se habrá perdido”. La imagen grotesca y trágica de la iglesia gallinero –símbolo de la humillación de cualquier poder que cercene la libertad religiosa– que no puede nada ante la fe sencilla de Yakunin llega como una imagen eficaz en el ámbito del lector de cualquier forma de totalitarismo.
 
“El traje nuevo” es la imagen de la injusticia y la humillación. Es la historia de un concejal de un Ayuntamiento que el Domingo de Ramos se pone un traje; sus compañeros se burlan de él, creyendo que va de estreno. Él, dirigiéndose a sus compañeros, dirigiéndose a un “vosotros”, que debe actualizarse en un “nosotros” –los lectores de ahora– cuenta la historia del traje. La historia de su padre que salvó su traje pero no su vida, víctima de la arbitrariedad de la guerra. La imagen que predomina en el lector es de un traje con olor a alcanfor que desempolvado trae a la memoria el dolor de una España fratricida.
 
El tercero, titulado “La patrona” y el que cierra la antología, es un relato también de carácter conversacional. Si en el anterior el protagonista contestaba a las bromas de los hombres del pueblo dirigiéndose a un vosotros, en este la patrona de una posada de aldea explica a una recién llegada mientras plancha la ropa sus méritos. La patrona, toda pulcritud y orden, tal y como contemplamos gracias a la pluma del narrador que nos pasea por una primorosa cocina, está orgullosa de haber reprimido el carácter de una criatura demasiado fogosa a la que tiene encerrada en la cocina; la maestra llegada de fuera escucha silenciosa este “perverso desorden”. Solamente al final conocemos, a la vez que la nueva maestra, a esa criatura sometida a régimen de esclavitud por ser demasiado ardiente: “Era como una niña; una frágil criatura, con el pelo dorado, y toda huesos, con los ojos de un azul desvaído purísimo. Sonrió tímidamente a la maestrita, cuando la patrona las presentó, y luego se puso a extender el blanco mantel sobre la mesa: lentamente, alisándolo con primor”. Queda la imagen de la niña sometida al capricho estremecedor de la patrona y una serie de “doñas”, pero también un indicio de esperanza: “La maestrita estaba entonces sosteniendo la mirada de la Julita, tan intensa, y al fin se sonrieron ambas, como si se conocieran de siempre”.
 
Las tres imágenes, aún ceñidas a un espacio del recuerdo, tienen la eficacia de hacerse contemporáneas en la medida que hablan de la experiencia de la injusticia y los anhelos de libertad y vida. Por eso, se cumple lo que Jiménez Lozano desea para sus relatos “El pequeño relato cuenta frustraciones, sufrimientos, sueños y alegrías del hombre, irrumpe en quien oye y lee, como irrumpió en quien escribió, y, en la instantánea de su presencia, le hace contemporáneo de lo que cuenta, le pone en su situación, y de ahí se sale verdaderamente herido o gozoso. Pero, sobre todo, se sale lúcido” (“Un mundo sin historias”,72). El narrador logra que la experiencia relatada vuelva a serlo del lector y, por eso, garantiza tras su lectura, y yo con él, una herida, un gozo o una lucidez nuevos. De ahí su contemporaneidad.
 
 
José Jiménez Lozano, Antología de cuentos, Madrid, Cátedra, 2005. Edición de Amparo Medina-Bocos
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