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Itxu Díaz

Resacón en Madrid

Pagaríamos por tener un micrófono oculto junto a los cuadros del museo, y ver qué explicaba el presidente a sus colegas con tanta pompa e intensidad

Pagaríamos por tener un micrófono oculto junto a los cuadros del museo, y ver qué explicaba el presidente a sus colegas con tanta pompa e intensidad
EFE

La consecuencia política más importante de la fastuosa reunión de Madrid se llama gazpacho de bogavante con verduras de verano al aroma de albahaca y aceite de oliva virgen extra de variedad Arbequina. Por lo demás, casi todo lo que hay que saber sobre la cumbre de la OTAN está en la galería fotográfica de la visita de los líderes al Museo del Prado. La expresión corporal no engaña. Los amos del mundo se han dado un homenaje veraniego en Madrid. Y eso es bueno para los líderes del mundo. Y bueno para la ciudad de Madrid. Nada más.

Todos los impostores que conozco son excelentes anfitriones. Es un signo distintivo. Esa forma tan suya de cogerte por el codito, abrir los brazos para expresar suficiencia y control, pasarte mucho la mano por el hombro, y pasear señalando los rincones de la parte noble de la mansión –casi siempre ajena- y vendiéndote crecepelos uno tras otro. Por eso no tenía la menor duda de que Sánchez sería un excelente anfitrión para esta cumbre, versión subvencionada y tallada en oro del botellón cultural con el que los intensos melenudos de mi facultad se juntaban a debatir sobre Bordieu poco antes de echar la pota, que otros lo hacíamos exactamente igual sin necesidad de empinar el codo.

Pagaríamos, en fin, por tener un micrófono oculto junto a los cuadros del museo, y ver qué explicaba el presidente a sus colegas con tanta pompa e intensidad, frente a obras que sin duda le provocarán la mayor de las indiferencias: todo lo que no vuela a 927 kilómetros por hora no excita su sed de cultura. Pero es igual. Sánchez sonaría convincente incluso inventándose hasta el nombre de los pintores y en todo caso lo habrá hecho en un perfecto inglés y cogiendo del codito a tipos como Macron, cuya principal aspiración en la vida es que alguien le pase la mano por el hombro y le haga sentir importante frente a El cardenal-infante Fernando de Austria, cazador de Velázquez.

Andan los columnistas oficiales de la izquierda desconcertados con el repentino interés de Boris Johnson por pasear a solas por la pinacoteca, deteniéndose a degustar cada obra, y no paran de hacer bromas sobre si estaría buscando la puerta secreta del after. Ignoran que, a pesar de estar como unas maracas, por lecturas y culturas, es uno de los pocos que sabía muy bien lo que hacía allí dentro. Es lo de siempre: lo de la lana y la fama.

Opina el presidente del Gobierno que lo mejor del fiestón de Madrid "ha sido el contundente mensaje de unidad y cohesión", pero alguien debería explicarle que los amigos que conoces de copas, esos que te sonríen mucho y te proponen un millón de negocios entre los vapores etílicos, aseguran no conocerte de nada a la mañana siguiente. Y asegura también que "por primera vez todos los aliados y todos los miembros de la UE se sentaron en torno a la misma mesa, poniendo de relieve las importantes sinergias que se derivan de la relación de complementariedad". Tantos asesores para acabar empleando esa horrible "complementariedad" y hablando de "sinergias", que es la "resiliencia" de los 90, la palabra clave para desenmascarar a un idiota hace más de treinta años, y hoy suena tan eficaz como escuchar a Los Manolos en un Walkman Sony Sports; benditos los años en que rebobinábamos las cintas con un boli BIC.

Con todo, en esta hora en la que los gobernantes están de vuelta, la cima de la cumbre, si se me permite la escalada, la palma y el mejor resumen de la locura y el divorcio de la realidad que reina en La Moncloa, se la llevan las declaraciones de Albares, a quien parecen haber encargado hacerle la competencia a Garzón en delirios y viajes lisérgicos. Tal vez poseído por el espíritu de Leire Pajín, proclamó que la cumbre podría compararse en importancia a la caída del Muro de Berlín, sin partirse de risa inmediatamente después, y estropeando el poco crédito personal que pudiera haber ganado Sánchez con sus modos de galán y anfitrión, aunque fuera en la versión de Molière, esa suerte de orgía de engaños y supercherías teatrales.

Caído el telón, sonando a todo trapo el Pobre de mí por los rincones nobles de nuestro Madrid, todo lo que nos queda es un resacón considerable, un puñado de fotografías divertidas, y la misma miseria gubernamental que teníamos antes de empezar a inaugurar nuevas eras.

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