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Jorge Alcalde

La lista catastrófica

Detrás de todas estas ideas subyace un peligroso mantra: la humanidad es el cáncer de la naturaleza. Un leitmotiv antropofóbico que puede servir para justificar todas las estulticias políticas que uno desee.

Detrás de todas estas ideas subyace un peligroso mantra: la humanidad es el cáncer de la naturaleza. Un leitmotiv antropofóbico que puede servir para justificar todas las estulticias políticas que uno desee.

New Scientist, una de las publicaciones de divulgación científica más prestigiosas del mundo, acaba de publicar su lista de –25– libros imprescindibles de ciencia popular. Echarle un vistazo es encararse con la nómina de científicos y divulgadores más deslumbrantes de los dos últimos siglos; aunque, como siempre ocurre con este tipo de cánones, hay algunas ausencias destacadas. Parece, por ejemplo, poco comprensible que no aparezcan Carl Sagan, John Maddox y Santiago Ramón y Cajal... Aun así, ahí tienen un catálogo fundamental para entender el mundo que nos rodea, desde Darwin a Roger Penrose.

Pero, antes de que le hinque el diente, voy a permitirme la osadía de alertarle sobre algunos de los títulos que, incomprensiblemente, aparecen en ella. Me refiero a Silent Spring, de Rachel Carson, y a Gaia, de James Lovelock, dos de las biblias del apocalipsis ecologista que más han contribuido a la instalación general del tópico de que el mundo se acaba por culpa del perverso ser humano. Y no es incomprensible su presencia por la ideología que sustentan (allá cada cual con lo que quiera creer), sino porque la historia ha demostrado que son dos obras llenas de errores, desatinos, falsedades, pifias...

Coincide la publicación de esta lista con el más que interesante artículo de Matt Ridley que sirve de portada a la edición en Estados Unidos de la revista Wired. El título es revelador: "Apocalypse not: Por qué no debemos preocuparnos por el fin del mundo". Sostiene Ridley algo que, sea dicho, en este diario no hemos dejado de advertir: se pongan como se pongan algunos, el mundo no va a peor.

Desde mediados del siglo XX, resulta que las advertencias sobre el advenimiento del Apocalipsis han dejado de ser monopolio de los líderes espirituales. Los cataclismos ecológicos son ahora proclamados por brillantes representantes de la sociedad civil. Ridley recoge algunos ejemplos sonados. El economista Robert Heilbroner anunciaba en 1974 un futuro para la humanidad "doloroso, difícil, quizás desesperado". En 1968 otro famoso equivocado, Paul Ehrlich, proclamaba: "La batalla por alimentar a toda la humanidad está perdida. En 1970 la mayor parte de la población perecerá por culpa de las hambrunas". El nunca bien ponderado Jimmy Carter se mostró en 1977 convencido de que se acabarían "todas las reservas de petróleo al final de los 80 [del siglo XX, claro]".

En fin, que parece que desde el éxito de las tesis catastrofistas de Rachel Carson en Silent Spring (1962) hasta nuestros días, el ser humano ha adquirido cierta adicción a las predicciones apocalípticas... fallidas.

Uno de los consumidores habituales de esta mercancía, Al Gore, llegó a escribir: "Sin Silent Spring (el libro que advertía del fin de nuestros días por culpa de pesticidas como el DDT), el movimiento ambientalista habría retrasado su aparición o quizás nunca habría aparecido". Tal fue el impacto de la obra, que el DDT terminó siendo prohibido como agente contra la malaria, para solaz del pérfido mosquito Anopheles. Hoy sabemos que la conexión entre el DDT y la aparición de enfermedades como el cáncer es más que difusa. Pero eso no ha sido óbice para que el movimiento alarmista siga ondeando el libro de Carson a modo de bandera antitodo. Ni para que New Scientist lo incluya en su canon de la divulgación.

Afortunadamente, los datos son pertinaces. Ni las hecatombes por lluvia ácida acabaron con los bosques europeos, como alertó la revista Spiegel en 1980; ni las reservas de petróleo han seguido el curso de los asustados vaticinios de los 70; ni la población del planeta ha colapsado maltusianamente, como aseguraba el Club de Roma; ni las ranas y salmones perdieron la vista por culpa del agujero de la capa de ozono, como descubrió un despavorido Al Gore en 1992 (en realidad, los anfibios están en declive por razones mucho más cercanas al suelo, los salmones ciegos son una excepción y el cáncer de piel en humanos sigue creciendo, a pesar de que la capa de ozono se ha recuperado en buena medida).

Detrás de todas estas ideas subyace un peligroso mantra: la humanidad es el cáncer de la naturaleza. Un leitmotiv antropofóbico que puede servir para justificar todas las estulticias políticas que uno desee. Una idea preaceptada que se exhibe en las escuelas y en los medios de comunicación y desprecia la realidad más sobria (y menos mediática) de que el ser humano ha sido el único animal capaz de progresar sin parar, contra el viento y la marea de las enfermedades y las miserias, gracias a su capacidad para generar ciencia.

En algo tiene razón New Scientist: la chispa que hizo volar la dinamita catastroecologista en Occidente fue el libro de Rachel Carson. Razón suficiente para que no aparezca en un listado de obras de ciencia.

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