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Jorge Vilches

Tú no eres mi político

Es necesario que los políticos sean el espejo de las costumbres públicas democráticas que se esperan de los ciudadanos, tanto como de sus sacrificios, ilusiones, intereses y demandas, para que los principios de representación y consentimiento sean sólidos

Quizá el establecimiento y consolidación de los regímenes políticos dependa del grado de identificación de los ciudadanos con sus representantes. Costumbres, formas de vida, estilos, creencias, expresiones, son un conjunto que bien manejado sirve para esa identidad. Es lo propio de las democracias. Esto lo han sabido bien siempre en Gran Bretaña, donde el primer ministro es alojado en una casa con apariencia de normalidad burguesa.

También lo conocemos en España, claro que en otro sentido. Ahora que se acerca el aniversario de la proclamación de la Segunda República, podemos hablar del fracaso de las elites republicanas para crear unas costumbres públicas democráticas sobre las que asentar el régimen. Y es que en gran parte, la vida política y pública de un país es un reflejo condicionado de la actuación de sus políticos.

Por esta razón indigna tanto la noticia del Parlamento Europeo, una cámara que muy pocos echarían en falta, quizá solamente aquellos que conocen su utilidad. El que los políticos que hablan de crisis y recortes sociales se nieguen a desprenderse de un céntimo o un privilegio es sencillamente indignante. La crítica de las redes sociales de internet, que ha llevado a la respuesta rápida del ministro de Fomento y de la socialista Elena Valenciano, es una muestra de la sensación negativa que ha generado.

En estas circunstancias asusta mucho la distancia inmensa que se está abriendo en España, y en otros países europeos –miremos la Italia de Berlusconi–, entre los ciudadanos –víctimas de la crisis, pagadores de impuestos y soberanos– y los políticos –espectadores y creadores de la crisis, receptores y gestores de los impuestos, y supuestos servidores públicos–. Una brecha por la que puede verterse la democracia al socaire del primer oportunista demagogo y populista, o regeneracionista aprovechado, que sepa canalizar ese desajuste entre la ciudadanía y la "clase política". No olvidemos cómo se fraguó la crisis de la Restauración en España, con la quiebra de los partidos dinásticos, que derivó en una Dictadura que destruyó la Monarquía y en una República incontrolable y ajena a cualquier ideal de democracia liberal.

A la luz de la Historia se ve que un sistema democrático ha de estar cimentado en algo más que en la competencia libre entre los partidos por alcanzar el poder, y en el reconocimiento y garantía de los derechos individuales. Es necesario que los políticos sean el espejo de las costumbres públicas democráticas que se esperan de los ciudadanos, tanto como de sus sacrificios, ilusiones, intereses y demandas, para que los principios de representación y consentimiento sean sólidos. Si no es así, será fácil que el votante corriente, ese que se mueve por "lo que preocupa a la gente" –en expresión de un dirigente de partido– acabe diciendo "Tú no eres mi político". Y aquí tendremos un problema muy serio.

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