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José García Domínguez

No, Majestad, no todos somos iguales

No olvide la Casa de Borbón que, en una democracia mediática, el cadalso habita en los estudios de radio y los platós de la televisión.

No olvide la Casa de Borbón que, en una democracia mediática, el cadalso habita en los estudios de radio y los platós de la televisión.

Elevar al rango de ley suprema el principio general de que no todos son iguales ante la ley, he ahí el genuino rasgo distintivo del principio monárquico en tanto que forma de Estado. Y por eso el carácter inviolable de la figura del monarca en el ordenamiento constitucional, postrer recordatorio a los mortales del origen divino de su soberanía perdida. Llámense Richard Nixon o Jacques Chirac, los jefes de los Estados más poderosos del mundo no están por encima del Código Penal; un rey, sí. Razón última, ésa, de que haya "sorpresas" que se antojen admisibles en cualquiera salvo en la única persona para la cual el privilegio fue instituido.

Y es que, precisamente porque su responsabilidad jurídica es nula, como si de un menor se tratase, la exigencia de responsabilidad moral en el caso de don Juan Carlos resulta máxima. Igual que la mujer del César –o la del balonmanista– debe parecer honrada, el hijo del privilegio no puede suscitar la menor sospecha de presión sobre el poder judicial. Aunque solo fuera por el bien de la Monarquía, resulta obligación inexcusable del Rey envolverse en el manto del gran mudo cada vez que atisbe una toga en el horizonte. Inexcusable. Como doctores tiene la Iglesia, también la Corona anda sobrada de almas cortesanas prestas a impostar gran indignación porque algún juez considere que catorce indicios, catorce, acaso sean cifra suficiente para encausar a la infanta.

Que el servicio haga su labor, pero absténgase el Rey de mover un solo dedo contra el instructor. No olvide la Casa de Borbón que, en una democracia mediática, el cadalso ya no luce instalado en el patio de la Bastilla sino que habita en los estudios de radio y los platós de la televisión. Al cabo, ninguna guillotina del París regicida de 1789 se reveló más eficaz en el arte de seccionar testas ilustres que cualquiera de esas cámaras que ayer hacían guardia a las puertas de los Juzgados de Palma. Las herrumbrosas bayonetas del tercer estado se han transmutado, ¡ay!, en micrófonos inalámbricos y pantallas de plasma. Mucho más implacable que Castro, el verdadero juez instructor está sentado ahora mismo en un sofá mientras juguetea con el mando a distancia. Robespierre contempla el telediario. 

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