Stephen Dubner, periodista del New York Times del que Levitt consideró que tenía una cabeza de la que carecía el resto de gacetilleros con los que había hablado en su vida, le ayudó a poner negro sobre blanco algunos de sus hallazgos de forma legible y muy, muy entretenida, en un libro que ha encabezado las listas de libros de no ficción más leídos en EEUU.
Levitt considera que la economía es una ciencia que ha avanzado mucho en la búsqueda de herramientas para responder a preguntas sobre los hechos que tienen lugar en la sociedad pero que se halla huérfana de preguntas interesantes. De modo que plantea algunas de ellas, como: ¿por qué los camellos que venden crack viven con sus madres?, ¿hacen trampa los luchadores de sumo?, ¿es cierto eso de que el dinero es lo que hace ganar elecciones? Su curiosidad llega hasta el extremo terminar convirtiendo en un estudio una desgracia personal tan grande como perder a un hijo de un año por meningitis.
En los grupos de padres que habían sufrido una pérdida similar, a los que acudía con su mujer, descubrió que había un porcentaje apreciable de niños que habían muerto ahogados en una piscina. Poco después concluía que, para un niño, es cien veces más arriesgado ir a jugar a una casa con piscina en el patio trasero que a un hogar con un arma escondida en un cajón.
De entre todas las respuestas, la más polémica es la que contesta a la pregunta sobre la causa del descenso de criminalidad en Estados Unidos durante los años 90. Y es que Levitt no cree que la causa fundamental hayan sido las leyes sobre armas o los nuevos métodos policiales que impulsó el anterior alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, sino la legalización del aborto, en 1973.
El razonamiento es sencillo: el dictamen del Tribunal Supremo en el caso "Roe vs. Wade" tuvo el efecto práctico de facilitar y abaratar el aborto –que ya se realizaba, aun ilegalmente–, haciéndolo accesible a los menos pudientes. Y es entre éstos donde hay mayores índices de delincuencia. Veinte años después, esos niños pobres no deseados, entre los cuales habría un mayor porcentaje de delincuentes que entre el resto de jóvenes de su edad, simplemente no habían nacido y no podían iniciar su carrera criminal a las edades en que es más frecuente hacerlo. Su hipótesis se refuerza por el hecho de que aquellos estados que legalizaron por su cuenta, un par de años antes, el aborto también redujeron su criminalidad antes que los demás estados.
Evidentemente, no es una conclusión que haya hecho gracia a nadie, ni ahora ni cuando Levitt publicó en 2001 el estudio en que se basa el capítulo de Freakonomics dedicado a explicarlo. Muchos se han sentido ofendidos por la posibilidad de que un crimen como el aborto pueda tener consecuencias positivas, mientras que otros se han indignado por el hecho de que asuma que los pobres tienen más posibilidades de convertirse en delincuentes. Levitt intenta evitar este tipo de reacciones muy al modo de un economista. Aun siendo consciente de que es un argumento que no convencerá ni a quienes piensan que el aborto es un crimen ni a quienes consideran que no es más que el ejercicio de soberanía de la madre sobre su propio cuerpo, hace la propuesta de considerar que un feto vale sólo un 1% de lo que vale una vida humana adulta. Considerando el número de abortos y la reducción del crimen, las cuentas indicarían que el aborto no merece la pena.
Quizá el asunto de mayor utilidad tratado en el libro es la educación de los hijos. Levitt parte de las conclusiones de Judith Rich Harris en El mito de la educación –aplaudidas, entre otros, por Steven Pinker en su Tabla Rasa–, quien asegura que los padres influyen en sus hijos por los genes pero que sus intentos de educarles para formar sus personalidades no contribuyen mucho a éstas, mientras que sí lo hacen sus compañeros de colegio y juegos.
Dado que esto de "medir" la personalidad es harto complicado, el economista se limita a lo que sí puede medir: el rendimiento escolar, buscando correlaciones entre los resultados académicos de los niños en los primeros años, donde hay menos influencia de otros factores, y diversas características de sus padres. Lo que encuentra parece dar, al menos en parte, la razón a Harris: aquello que está correlacionado con unas buenas notas se podría definir como lo que los padres "son", frente a lo que no tiene ninguna correlación: lo que los padres "hacen". Lo importante no es tanto qué se hace como padre sino cómo se es, aunque en esto último es cierto que no sólo es la genética lo que importa.
Así, por ejemplo, en el rendimiento escolar del niño influye que los padres tengan muchos libros en casa, pero no que les lean todas las noches. La razón no está clara, pero, en principio, parece que aquellos padres que tienen muchos libros es más probable que sean más inteligentes y tengan mejor educación; los libros no son causa de inteligencia, sino más bien un indicador. Los hijos heredan mejores genes y disfrutan de un ambiente más propicio para el estudio.
También cuenta que los padres hablen inglés –estamos hablando de Estados Unidos; después de todo, seguramente en nuestro país lo crucial sería que hablaran español, o catalán, en el sistema de inmersión lingüística de esa región–, pero no que lleven a sus hijos a museos. Los hijos adoptados, que suelen provenir de padres de menor cociente intelectual que los adoptivos, tienen unos resultados inferiores. Sin embargo, otro estudio demuestra que estos niños, aunque empiecen los primeros años con clara inferioridad, terminan obteniendo resultados muy superiores a los que su cociente intelectual heredado podría haber predicho. De modo que, si quiere ser un padre obsesivo con la educación de sus hijos, aún tiene algo a lo que agarrarse.
Menos concluyente parece el estudio que hace de los nombres, en el que las conclusiones parecen, en general, poco fundamentadas. Parece concluir que los negros con nombres poco utilizados por otras razas en Norteamérica no padecen problemas por el hecho de llamarse, por ejemplo, DeShawn o Ebony. Por otro lado, Levitt arguye que las clases bajas emplean con unos años de retraso los nombres que ponen las altas a sus hijos; entonces, estas últimas empiezan a escoger otros nombres distintos. Conclusiones poco interesantes pero que, además, parecen cogidas con alfileres, sin datos sólidos que los fundamenten.
Quizá lo más divertido del libro sea el primer capítulo, los diversos estudios sobre trampas. Por ejemplo, Levitt demuestra estadísticamente que los luchadores de sumo hacen trampas. En este deporte, en el que el ranking de un luchador es crucial para sus ganancias, hay seis torneos importantes al año, donde cada participante realiza quince combates. Suben aquellos que ganan más de la mitad. Los datos muestran que, cuando se enfrentan en el decimoquinto combate un luchador que ha ganado ya ocho combates contra otro que ha ganado justo siete y necesita una última victoria, este último gana un número desproporcionado de veces. Podría ser por desidia de quien ya lo tiene todo hecho, pero el economista tiene razones y datos para desdeñar esa objeción
En definitiva, para aquellos que consideren que un libro debe tener un tema central que lo unifique, será mejor que busquen otro en las estanterías de su librería. Freakonomics parece una abeja que revolotea de flor en flor, sin llegar nunca a quedarse en ninguna, lo que hace bastante confusa su estructura. Tampoco se aprenden realmente demasiadas cosas prácticas y útiles con él. Seamos sinceros, ¿a quién le importa si los luchadores de sumo hacen trampas o no? Sin embargo, es un ensayo que se lee en dos tardes y que, si no enseña economía, al menos deja claro cuál es el modo de pensar de los economistas; que hay que mirar un poco más allá de lo que nos dice el sentido común razonando a partir de los esquemas de incentivos. De ahí la cubierta del libro, que incluye el dibujo de una manzana cuyo interior es de una naranja.
Las ideas abstractas que los lectores de Freakonomics pueden extraer del libro son que los incentivos –económicos, sociales y morales– tienen una importancia crucial hasta en los aspectos más nimios de la vida, que la correlación no implica necesariamente causalidad, que la "sabiduría convencional" puede estar equivocada, que grandes efectos pueden ser provocados por pequeñas causas muy distantes en el tiempo y que los expertos a los que consultamos pueden usar las ventajas que le proporciona su mayor conocimiento para su propio beneficio, no para el de sus clientes. Que no es poco, sin duda.