En buena medida, los marxistas siguen sosteniendo la teoría de que los trabajadores son explotados, a pesar de que nuestro nivel de vida no ha dejado de aumentar desde el siglo XIX. De hecho, una parte de la izquierda, que no ha renegado del marxismo, ha pasado a condenar al capitalismo por un nuevo motivo: el excesivo consumismo.
Uno no deja de asombrarse de que los mismos que defendieron, y siguen defendiendo, la teoría de que el capitalismo arruina al trabajador aseguren ahora que ese mismo trabajador pobretón está consumiendo demasiado. O los empresarios roban todo su dinero a través de la plusvalía, o bien lo hacen a través de los beneficios de las ventas, pero ambas explicaciones no son muy compatibles.
Aun así, la teoría del consumismo occidental como origen de todos los males está ganando adeptos entre las filas de la izquierda. El último libro que se ha publicado sobre el tema es Consumo, luego existo, de Joan Torres i Prat.
La obra comienza con la típica conspiranoia izquierdista de que el poder económico nos controla. En este caso, el brazo armado y opresor es el "complejo comercial-publicitario (CC-P)", una especie de confabulación judeocapitalista que bombardea nuestras vidas con anuncios insidiosos que explotan nuestros sueños y nos obligan a comprar sus productos. Este complejo estaría integrado tanto por los medios de comunicación como por las empresas productoras de bienes y servicios, que, a través de la publicidad, conseguirían hacernos comprar tanto como quisieran.
La tesis, ya de entrada, tiene sus problemas. Es evidente que las empresas intentan que los consumidores adquieran sus productos, lo cual implica que, al mismo tiempo, deberán dejar de adquirir los productos de otras empresas que, según el autor, también integran ese complejo. Por tanto, en caso de existir, debería tratarse de un complejo inestable y malavenido.
Pero hay una objeción todavía más seria contra esta supuesta realimentación entre medios de comunicación y empresas productoras. En España los medios de comunicación están limitados por licencia regia. Eso significa que, según la teoría de que la publicidad nos convierte en autómatas, las actuales cadenas de televisión podrían convertirse en las propietarias de todas las empresas de nuestro país.
Creando empresas en los distintos sectores del mercado podrían acaparar toda la demanda en régimen de monopolio. Imaginen que Telecinco crea la empresa Coches 5 y se niega a anunciar en su televisión al resto de empresas de automóviles. Si la tesis de Torres i Prat fuera cierta, todos los españoles dejarían de comprar Ford, Renault, Fiat o Citroen para adquirir Coches 5. El monopolio único. Ya se sabe, el poder del CC-P.
En realidad, y a lo largo del libro se constata, al autor le molesta que las empresas utilicen nuestros sueños y aspiraciones para atraernos hacia sus productos. Así, por ejemplo, se queja de que los consumidores hoy en día no compran zapatos, sino "la sensación de unos pies bonitos". Y es que, en su opinión, otros aspectos del producto, como los materiales, la calidad, el precio o quién lo fabricó, deberían ser de mucha mayor importancia para el consumidor.
La incomprensión de los individuos por parte de Torres i Prat es absoluta. El consumidor adquiere un producto para satisfacer sus fines, cualesquiera que sean. Hace 500 años, la mayoría de la gente compraba zapatos para evitar ir descalza y dañarse los pies. La estética de esos zapatos era bastante irrelevante, porque la finalidad era otra.
Hoy en día, el progreso económico nos ha permitido dirigirnos hacia fines más elevados. No tenemos por qué conformarnos con no ir descalzos, además deseamos unos zapatos que sean cómodos y bonitos. Puede que, desde el punto de vista de la resistencia, unas zapatillas de la marca X sean superiores a las de Nike; pero el consumidor no compra Nike para que sus zapatillas le duren más tiempo, sino porque las zapatillas Nike son, por el motivo que sea, las que le hacen sentir más feliz.
Todo el discurso consumista se derrumba ante esta realidad. El consumidor compra los productos que satisfagan sus finalidades, esto es, productos que lo hagan feliz. Si, como dicen los anticonsumistas, esos productos son un fraude empresarial, cuando el consumidor fuera a usarlos se daría cuenta de que no son apropiados para satisfacer sus fines. Imagine que compra unas zapatillas Nike y a los dos días están completamente deshechas. No sólo eso, se da cuenta de que todos los que han comprado Nike tienen el mismo problema. ¿Volvería usted, o cualquier otra persona, a comprar Nike, por muchos anuncios que pusieran en televisión?
Al final, la prueba y error del consumidor con sus productos es la manera más efectiva de constatar si un producto es bueno o si, por el contrario, las virtudes proclamadas en el anuncio estaban claramente exageradas o distorsionadas. Ningún CC-P puede sojuzgar el examen individual de cada consumidor.
La función de la publicidad es transmitir información a los consumidores; para ello, deben lograr captar su atención. Por ejemplo, anunciar una colonia es altamente complicado, porque su rasgo más importante, el aroma, no puede percibirse a través de la televisión. Para anunciarla, por tanto, quedan dos alternativas: o una sucesión de imágenes, experiencias y sonidos que evoquen sensaciones agradables (lo que el autor denomina "falsa vivencia") o la interminable lectura de la composición química de la colonia.
Es evidente que la primera opción servirá para transmitir mucha más información que la segunda. De poco le sirve a un consumidor que le lean la composición química, si no será capaz de entenderla ni de saber las implicaciones que ello tiene sobre el aroma.
Otra cuestión que para Torres i Prat resulta intolerable son las marcas que, a su entender, cumplen una función sería similar a la de los "alucinógenos". "La creación de marcas supone que las mercancías adquieran propiedades y virtudes psíquicas prediseñadas, quedando listas para ser esnifadas", escribe.
No obstante, la marca es uno de los elementos que mayor libertad proporcionan al consumidor. Le permite distinguir entre los productos que le gustan y los que no. Si una empresa vende al consumidor un producto inadecuado, éste consumidor no volverá a comprarle, porque puede distinguirla de las demás gracias a la marca. En cambio, si todos los productos de todas las empresas fueran indistinguibles, ¿cómo evitaríamos comprar los que no nos gustan? La elección del producto sería cuestión de azar: en ocasiones nos encantaría y en otras nos sentiríamos estafados.
Precisamente, las marcas permiten que la elección no sea a ciegas. Si una empresa fabrica los mejores productos, compraremos siempre éstos y no los de las malas empresas. Sin marcas, tal discriminación sería imposible. Y es que, por ejemplo, la editorial Icaria se ha convertido en una marca de la extrema izquierda; los lectores saben con seguridad que, al comprar sus libros, no encontrarán ni un solo argumento en defensa de la libertad individual. Sin marcas, Icaria no existiría y las ventas del libro de Torres i Prat hubieran sido mucho menores.
De este modo, la paranoia de Torres i Prat llega al delirante extremo de sugerir que el CC-P y el consumismo son instrumentos para la perpetuación del sistema capitalista y de sus valores. Con estos razonamientos el autor demuestra no haber comprendido en absoluto cuáles son los fundamentos del capitalismo.
El capitalismo debe su nombre al capital. Los bienes de capital sólo pueden formarse a través de la inversión, y para invertir tenemos que haber ahorrado. ¿Y qué tenemos que hacer para ahorrar? Restringir nuestro consumo. La base del capitalismo, por tanto, no es el consumo, sino el ahorro. Gracias a este ahorro conseguimos estructuras productivas muy intensivas en capital que nos permiten mejorar nuestro nivel de vida. De hecho, el final del capitalismo tendría lugar si todos los individuos consumieran el 100% de su riqueza y dejaran de ahorrar. Por tanto, el consumismo que denuncia Torres nada tiene que ver con el sistema capitalista.
Es más, quienes apoyan esta política de consumismo desbocado para "estimular" la economía son los economistas keynesianos y los gobiernos intervencionistas, de los que Torres está infinitamente más cerca que los liberales. Así, cuando los keynesianos reclaman incrementos del gasto o reducciones del tipo de interés su objetivo, siempre, es incrementar el consumo para "reanimar" la economía. El consumismo, por tanto, es un fenómeno alentado por el estatalismo y el intervencionismo.
Lo más preocupante es que Torres i Prat, como buen ungido e iluminado, cree que la publicidad genera unos costes sociales y ambientales que no están plenamente reflejados en los libros de contabilidad de las empresas. De ahí que considere pertinente la represión estatal para defender a la sociedad de la ofensiva del CC-P.
Así, por ejemplo, propone aplicar un nuevo impuesto a la publicidad, dedicar un porcentaje del tiempo de emisión de las cadenas para que la ciudadanía pueda "expresarse" (léase para que grupos de izquierdas utilicen los medios que les proporciona el libre mercado para denostarlo) o adoctrinar a la ciudadanía a través de un programa de "alfabetización audiovisual" muy al estilo del denunciado por George Orwell.
Si algo queda claro al finalizar la lectura de este libro es el desprecio del autor por la libertad de elección de los consumidores. Dado que éstos no se comportan tal y como la superdotada mente de Torres i Prat desearía, deben estar forzosamente manipulados por la publicidad. Torres i Prat es incapaz de concebir que las personas tengan otras finalidades distintas a las suyas; es incapaz de tolerar la más mínima desviación del programa que la izquierda tiene preparado para nuestras vidas.
Estamos ante un intolerante dispuesto a utilizar los mecanismos opresores del Estado para domeñar a los individuos. La libertad de expresión y de información, la propiedad privada, deben ceder el paso a las ínfulas planificadoras de la izquierda. Una arrogancia que estrangula nuestra libertad y nuestra felicidad.