Vemos avanzar la aguja regularmente por la esfera punteada en una magnífica coreografía espacial, pero el movimiento rotatorio de ese palito sobre su propio eje no nos dice nada sobre la naturaleza del tiempo. No es más que una máscara formidable hecha de espacio sobre la que nos imaginamos el tránsito de las horas.
En realidad, los humanos no concebimos otro modo de medir el tiempo si no es convirtiéndolo en un evento físico tangible: en el espacio que recorre una aguja de reloj a una velocidad regular, en el vuelo de un sombra proyectada por un palo al sol, en la cantidad de acontecimientos que nos ocurren entre dos momentos determinados.
El tiempo está en las arrugas de nuestra cara, en la pátina de un cuadro, en el óxido de una verja, en la talla de los calcetines de un hijo, en el número de ausentes en nuestra familia… Así hemos de atraparlo, porque al tiempo no se le puede mirar a los ojos. Es esquivo e inasible.
Étienne Klein ha indagado magistralmente sobre la persecución humana del tiempo en Las tácticas de Cronos. Se trata de una breve obra de apenas 180 páginas en la que el autor, físico de profesión, repasa algunas de las fórmulas históricas más atinadas para definir la magnitud temporal, desde las aproximaciones primitivas al concepto hasta la moderna física cuántica.
La historia nos demuestra que el intento de medir la duración es muy anterior al nacimiento mismo de la física. Median varios milenios desde la invención de los primeros relojes hasta la idea newtoniana del tiempo. En este lago proceso Cronos ha salido casi siempre victorioso, ha logrado ocultar su verdadero rostro una y otra vez.
A medida que el ser humano ha ido aprendiendo más sobre la naturaleza que le rodea, configurando un modelo físico más ajustado a la realidad natural, hemos ido descubriendo más trampas tendidas por el dios Cronos.
En la cosmovisión occidental, el tiempo es un fluido unidireccional con un principio y un fin. Somos conscientes de que el reloj hace sin parar tic-tac, pero nunca le oímos hacer tac-tic. El tiempo, para nosotros, es una flecha que vuela en una sola dirección. No han pensado así otras culturas. La mayoría de las civilizaciones de Oriente nacieron a la sombra de una concepción cíclica del tiempo, de un devenir temporal que acaba en el mismo punto en que comenzó, para volver a empezar en una eterna sucesión de reencarnaciones.
Algunos pueblos esquimales, por ejemplo, utilizan la misma palabra para expresar los acontecimientos remotamente pasados y los remotamente futuros. Lo que hace mucho que ocurrió y lo que falta mucho para que ocurra.
La física moderna ha intentado socavar algunos de los fundamentos de esa concepción lineal del tiempo propia de los pueblos occidentales. Si el tiempo es como un río que fluye, ¿no transcurre el reloj en su lecho estático? ¿Es igual el tiempo para un observador en la orilla y para otro que nada con la corriente? ¿Se puede acelerar y desacelerar?
Muchas de estas cuestiones están en la base de la física moderna y encuentran ática expresión en la relatividad einsteniana. La fusión entre tiempo y espacio, la conversión del tiempo en una dimensión más y la certeza de que su devenir no es inalterable sino relativo componen los fundamentos de la cosmología actual.
Pero, para Klein, existen territorios insondables donde Cronos aún impide su comprensión. El tiempo inconsciente en la mente de los locos, la intemporalidad de las emociones, el destino de nuestro tiempo después de la muerte… son conceptos que escapan a la física y que crean una terrible frustración al pensador obsesivo.
Por eso, aunque es éste un libro de ciencia y pensamiento, al lector le quedará, a poco que albergue una brizna de romanticismo en su ánimo, un regusto a novela de misterio.