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REVOLUTIONARY ROAD

Suburbia no era una fiesta

Richard Yates habría sonreído melancólicamente ante el tardío reconocimiento de su obra. Aunque en su día Revolutionary Road (1961) deslumbró a los críticos y a un puñado de seguidores, luego Yates vivió sumido en el alcoholismo, y su obra posterior no alcanzó la maestría que manifestó cuando sacudió al estabishment con esa novela que de la que Vonnegut dijo: "[Es] El Gran Gatsby de mi generación".

Richard Yates habría sonreído melancólicamente ante el tardío reconocimiento de su obra. Aunque en su día Revolutionary Road (1961) deslumbró a los críticos y a un puñado de seguidores, luego Yates vivió sumido en el alcoholismo, y su obra posterior no alcanzó la maestría que manifestó cuando sacudió al estabishment con esa novela que de la que Vonnegut dijo: "[Es] El Gran Gatsby de mi generación".
Cuando Yates falleció, en 1992, apenas era mencionado en las aulas de las universidades, a pesar de ser reverenciado como autor de culto en el mundo literario, donde a través de los años los ejemplares de Revolutionary Road circularon de mano en mano como si se tratara de una obra subversiva. Casi dos décadas después, y gracias a una producción de Hollywood encabezada por dos megaestrellas como Leonardo Di Caprio y Kate Winslet, todo el mundo habla de este escritor minoritario que murió con la certeza de que estaba condenado al anonimato.
 
La versión cinematográfica del director británico Sam Mendes es un reflejo desvitalizado de la fuerza y la brutal ironía que destiló Yates a la hora de narrar la historia del infeliz matrimonio formado por Frank y April Wheeler: una joven pareja neoyorquina que anhela escapar del sueño americano que entonces eran los años cincuenta: la proliferación de barrios residenciales en las afueras de la ciudad, donde las mujeres se quedaban en casa criando a los niños mientras ejércitos de hombres tomaban el tren para ir a oficinas donde les esperaban cubículos, máquinas de escribir y dictáfonos. En el imaginario de la nación durante aquellos años aún se vivía en un estado de inocencia, antes del olor del napalm en Vietnam y una revolución sexual que descoloraría para siempre las ilustraciones románticas de Norman Rockwell. O por lo menos eso parecía en los jardines neuróticamente podados de las afueras.
 
Si de algo sirve la literatura es por su efecto de catarsis y su voluntad de excavar hasta tropezarse con la putrefacción que anida en lo más profundo, pero que inevitablemente sale a flote. Richard Yates, hijo de una generación cuyo héroe era Hemingway, en su juventud viajó a Francia y regresó a los Estados Unidos, intoxicado por la visión mítica de que París era una fiesta y no la existencia ordenada y conformista de sus compatriotas, encerrados en hogares atestados de enseres modernos como en Playtime, el satírico filme de Jacques Tati.
 
Frank y April Wheeler viven en Revolutionary Road, situada en un acomodado reparto de Connecticut, pero en sus vidas no hay nada que les devuelva sus ideales de jóvenes radicales, de cuando se conocieron en el barrio bohemio del West Village. La pareja ya tiene dos niños y el esposo pasa sus días como oficinista en la ciudad. Es April la que no ha renunciado a la fantasía de huir y empezar de nuevo en una buhardilla parisina. En un artículo publicado en la revista The New Yorker el pasado mes de diciembre, el crítico James Wood señalaba que la novela es muy similar a Madame Bovary, salvo en la conclusión: mientras en la obra maestra de Flaubert tanto Emma como Charles Bovary tienen un trágico final, en la variante de Yates la gran perdedora es April, mientras que Frank sobrevive porque finalmente se adapta y encaja en el ámbito mediocre del que su mujer estaba dispuesta a fugarse incluso si le costaba la vida.
 
Si bien Richard Yates conecta con el espíritu de los relatos cortos en los que John Cheever diseccionaba sin piedad la América de los chalés habitados pero vacíos por dentro, con Revolutionary Road da una vuelta de tuerca y su diagnóstico rezuma la frialdad y la distancia del médico impasible ante el paciente agonizante. Tal vez porque los protagonistas de su novela están inspirados en su propia vida y en su matrimonio, el autor se muestra implacable con estos dos personajes, atrapados en una autopercepción engañosa que los coloca por encima de sus vecinos y semejantes, cuando en realidad no poseen ninguna cualidad extraordinaria que los haga merecedores de una existencia rica intelectual y vitalmente. Solamente el delirio bovariano de April alimenta la juvenil ilusión de que la vida está en otra parte, mientras que Frank, un impostor que en el fondo reconoce sus limitaciones, comprende que en París se descubrirían como dos turistas más: insignificantes y de paso.
 
La prosa de Richard Yates es directa y afilada como un estilete, emparentada con el tono limado y desnudo de la literatura contemporánea norteamericana y unida por la misión de desmontar el idilio de la casa en la pradera. Posiblemente se trata del leit motiv más repetido y frecuente en la narrativa de los últimos años, en la que el sentimiento de incomunicación y soledad agrieta y derrumba las paredes de las viviendas en la inmensa planicie de las barriadas. Pensemos en una novela más reciente como La tormenta de hielo (1994), de Rick Moody, que también transcurre en Connecticut, símbolo favorito del angst existencial que palpita en los suburbios. Pero años antes Richard Yates se erigió como precursor de esta demolición interior, conduciéndonos por el tortuoso sendero de una calle sin salida llamada Revolutionary Road.
 
 
RICHARD YATES: VÍA REVOLUCIONARIA. Alfaguara (Madrid), 2008, 400 páginas.
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