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Los enigmas del 11M

A la deriva

Editorial del programa Sin Complejos del sábado 4/6/2011

En octubre de 1879, el velero noruego Ocean partió de Copenhague con destino a Filadelfia, al mando del capitán Yann. La travesía transcurrió con tiempo variable, pero sin mayores problemas, hasta el día 29, cuando un terrible huracán se desató a unas 300 millas al sur de Nueva Escocia, en la costa canadiense.

El huracán comenzó con un fortísimo viento del sudeste que luego varió a nordeste, y tan súbita fue su aparición que la tripulación no tuvo tiempo de arriar las velas. En pocos minutos, el viento huracanado había roto los tres mástiles del barco, cayendo parte del aparejo sobre la cubierta y quedando el resto colgando por la borda.

A pesar de las enormes olas que golpeaban al velero, la tripulación intentó cortar los aparejos y tirarlos al mar, para evitar que provocaran mayores destrozos en la nave o que la hicieran zozobrar. Dos marineros, uno de ellos danés y otro sueco, desaparecieron durante aquella operación, arrastrados por el agua.

Tres largas horas duró el intensísimo huracán, acabado el cual el capitán Yann se encontró con un buque desarbolado y a la deriva. Utilizando los escasos restos de los mástiles, los ocupantes del Ocean consiguieron armar una pequeña vela, con la que poder al menos desplazarse en alguna dirección, aunque fuera lentamente.

El puerto más próximo era el de Halifax, en Canadá, a unas 270 millas náuticas. Pero el viento no permitía navegar hacia el norte, por lo que el capitán decidió proseguir viaje en dirección este, hacia Nueva York.

El desarbolado barco comenzó así su lenta andadura hacia la costa, distante 500 millas, luchando contra unos vientos no precisamente favorables. Pero la tripulación estaba tan exhausta después del terrible huracán, que sólo podía mantenerse en pie a base de estimulantes. Y, poco a poco, los marineros fueron derrumbándose uno tras otro, víctimas del agotamiento y de las heridas sufridas durante la inusitada tormenta. Y el barco fue ralentizando cada vez más su ya de por sí lenta marcha, a medida que pasaba el tiempo.

Doce días después, el Ocean sólo había recorrido la mitad de la distancia que le separaba de la costa. Sin apenas tripulantes en pie y con aquella minúscula vela artesanal que habían logrado componer, parecía que jamás lograrían llegar a su destino.

Pero entonces, el lunes 10 de noviembre de 1879, cuando todo parecía prácticamente perdido, el capitán Yann divisó en el horizonte un barco de vapor. Era un mercante español que tenía el curioso nombre de Tercer Barreras, al mando del capitán Santos. El buque, dedicado al transporte de pescado, pertenecía a una de esas familias catalanas, los Barreras, que se afincaron en Vigo a principios del siglo XIX y que sentaron las bases de la industria conservera gallega. Como dato curioso, a aquellos industriales catalanes emigrados a Galicia - los Barreras, los Massó, los Molins, los Cervera, los Alfageme - y que revolucionaron el sector pesquero y la industria de las salazones, se les conocía localmente con el nombre de "los fomentadores".

El vapor Tercer Barreras había salido de Estados Unidos el 9 de noviembre, en dirección a Vigo. Al avistar el buque noruego desarbolado, el capitán Santos dio orden de acercarse para rescatar a los tripulantes. El capitán del velero, sin embargo, le ofreció 1.500$ de la época para que, en lugar de limitarse a rescatar a los náufragos y seguir su viaje, aceptara remolcar el barco desarbolado a puerto, donde podría ser reparado.

Y así se hizo. El 13 de noviembre de 1879 hacía su entrada en el puerto de Nueva York el Tercer Barreras, llevando a remolque al velero Ocean. Una vez a salvo el velero y sus tripulantes, el barco español reemprendió su viaje hacia las costas gallegas.

Tiene que ser terrible encontrarse en un barco desarbolado en medio del mar. Porque, aunque sepas a dónde quieres dirigirte, no tienes manera de controlar tu nave, y estás a merced de lo que las olas, el viento y las corrientes oceánicas quieran hacer con ella.

Y, sin embargo, 132 años después de aquellos hechos, la situación de España es aún más calamitosa que la de aquel velero noruego.

Porque España es hoy también una nación a la deriva: los mástiles de nuestras instituciones hace tiempo que se quebraron y cayeron sobre cubierta: concretamente, lo hicieron un 11 de marzo. Y las velas de nuestro tejido productivo, faltas de soporte, dejaron hace mucho de poder impulsarnos.

Pero aquel barco noruego contaba al menos con un capitán que sabía dónde tenía que ir y que estaba dispuesto a guiar al buque. Por el contrario, la nave española ha estado al mando de un iluminado que hace un montón de tiempo que perdió el juicio, no sin antes dirigir el buque hacia la zona más castigada por el temporal.

Ahora, el contramaestre Alfredo - mucho menos loco, pero bastante más siniestro - le ha organizado un motín al capitán para despojarle del mando. Pero no con el objeto de tratar de dirigir la nave a puerto, sino con el único y exclusivo propósito de impedir que la tripulación descontenta termine arrojando por la borda a toda la oficialidad.

El episodio de los pepinos asesinos ha dejado claro que ya nadie gobierna realmente nuestro velero, y que estamos a merced de las olas, el viento y las corrientes. Y que nadie sabe aquí cómo contrarrestar el más mínimo golpe de mar o el más ligero vendaval. Nuestra nave carece de timón, de sextante, de brújula y hasta de cartas de navegación.

Estamos inmersos en un océano de deuda y desprestigio y el partido que nos gobierna se limita a preguntarse cómo durar un día más, mientras los marineros, exhaustos, van dejándose caer sobre cubierta, allí donde las fuerzas los abandonan.

Cualquier acontecimiento externo puede, en cualquier momento, hacer que el barco se vaya a pique. Y en el mejor de los casos, nos limitaremos a ver desvanecerse poco a poco las esperanzas, mientras el agua y la comida comienzan a escasear.

Así que sólo nos quedan dos posibilidades: o meter a toda la oficialidad en un bote y abandonarlos en medio del océano, o confiar en la suerte. Confiar en que algún vapor se asome por el horizonte para remolcarnos a puerto, de la misma manera que aquel vapor gallego apareció de milagro, hace 132 años, para rescatar a esos marineros escandinavos, cuando habían ya perdido todo atisbo de esperanza.

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