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Los enigmas del 11M

El fin del principio

La noticia de la querella que va a presentar la Asociación de Ayuda a las Víctimas del 11-M contra Sánchez Manzano y la jefa del laboratorio de los Tedax es la crónica de una querella anunciada. Si el juez Gómez Bermúdez hubiera estado a la altura de lo que de él se esperaba, si no se hubiera dejado enredar en aquel pacto infame de la sentencia del 11-M, lo normal es que el propio tribunal de la Audiencia Nacional hubiera deducido testimonio contra aquéllos que mintieron durante el juicio por la mayor masacre terrorista de nuestra Historia. En cuyo caso, varios de los presuntos responsables de la cadena de ocultaciones que ha permitido que sigamos sin conocer a los verdaderos autores del 11-M habrían tenido que dar cuenta mucho antes, en sede judicial, de sus actos.

Pero no fue así. Gómez Bermúdez y sus compañeros de tribunal no respetaron la promesa realizada a las víctimas del 11-M y se lavaron las manos en lo que a perseguir los posibles delitos de perjurio se refiere. A partir de ahí, la campaña de manipulación que se desató tras la sentencia, y que pretendía transmitir a la sociedad la idea de que el 11-M era un asunto cerrado y agotado, hizo que durante un tiempo fuera imposible pensar en que las víctimas pudieran pasar a la ofensiva.

Pero el goteo constante de nuevas informaciones sobre el 11-M después la sentencia y la publicación de un par de libros fundamentales ("La cuarta trama" y "Titadyn") han resultado cruciales para remover las adormiladas conciencias de la ciudadanía. Y para crear el caldo de cultivo que permite que, hoy, esa asociación que representa a centenares de víctimas del 11-M, pertrechada con una ingente panoplia argumental, alce la voz para transmitir dos mensajes muy claros. El primero, que seguimos sin saber quién cometió aquella masacre. Y el segundo, que seguimos sin saberlo por culpa de quienes, teniendo la obligación profesional, legal y moral de averiguar los hechos, contribuyeron por acción o por omisión a construir la más turbia trama de encubrimiento de nuestra historia democrática.

Si hubiera que identificar un momento fundamental, un momento crítico, que permitió dar la vuelta a las investigaciones del 11-M y comenzar la larga marcha que culmina en esta primera acción judicial de las víctimas contra los presuntos responsables del encubrimiento, ese momento sería aquél en que nos dimos cuenta de que todo el sumario del 11-M estaba basado en una gran mentira, porque estaba construido utilizando un conjunto de pruebas que habían aparecido fuera de los trenes. Fue entonces cuando nos percatamos de que nos habían hurtado las muestras de los trenes, de que nos habían ocultado los análisis de los focos de explosión, de que habían desguazado los vagones atacados, de que habían incinerado las pertenencias de las víctimas. En resumen: que habían hecho desaparecer el escenario completo del crimen y lo habían sustituido por un decorado de cartón piedra, poblado de personajes vestidos con caretas de Bin Laden, que enarbolaban cintas coránicas compradas en un mercadillo.

A partir de ahí, el objetivo de tapar el 11-M era ya imposible de conseguir, porque el engaño fundamental había quedado al descubierto. Y, una vez tras otra, todos los intentos por pasar página fueron estrellándose contra el muro del sentido común. Y todos aquellos que han intentado apuntalar de un modo u otro la mentira oficial, y todos aquellos que han intentado imponer pactos imposibles, han ido viéndose arrollados por los acontecimientos, por el goteo constante de nuevas revelaciones, por esa tozudez que sólo pueden manifestar los que saben que la verdad y la justicia están de su lado.

Y el foco quedó fijado sobre aquellos que habían participado, de un modo u otro, en ese engaño primigenio, en ese escamoteo de los trenes reventados. Sobre aquellos que permitieron o consiguieron que en el sumario del 11-M no conste ni un mísero listado de las muestras recogidas en cada foco de explosión, ni un mísero análisis del explosivo utilizado en los trenes, ni un mísero informe de reconstrucción de los artefactos que mataron a 192 españoles. Y era sólo cuestión de tiempo que las personas que resultaron heridas en los trenes de la muerte, o que perdieron a sus familiares en aquel atentado ignominioso, alzaran su dedo acusador para preguntarles: ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué has consentido que sigamos sin saber la verdad?

Yo no sé si el señor Sánchez Manzano y su jefa de laboratorio son los máximos responsables de que sigamos sin saber lo que pasó el 11-M. Lo dudo mucho. Pero está claro que tanto el uno como la otra tienen la obligación profesional, legal y moral de contar todo lo que saben. Y de decirnos dónde están las toneladas de restos recogidos en los trenes. Y de aclararnos qué análisis se realizaron el 11-M y los días sucesivos. Y de explicarnos por qué no se enviaron muestras de los focos para que el laboratorio de la Policía Científica determinara el explosivo. Y de contarnos por qué han callado durante estos cinco años, mientras las víctimas del atentado pedían justicia.

Y, si no lo hacen, entonces habremos de suponer que están asumiendo ellos la responsabilidad sobre esas decisiones iniciales con las que se convirtió en una trágica farsa lo que debía haber sido una investigación objetiva.

Cinco años han pasado desde aquel atentado cometido tres días antes de unas elecciones. Y en ese tiempo hemos visto de todo, porque cada cual ha ido retratándose de la forma que ha querido. Y nos hemos llevado muchas decepciones. Pero también es cierto que la labor ingrata y constante de muchas personas y de unos pocos medios de comunicación ha ido cambiando poco a poco la percepción social con respecto al 11-M. Y toda esa labor culmina hoy con la noticia que nos trae el periódico El Mundo en su portada.

Porque la querella de la Asociación de Ayuda a las Víctimas del 11-M contra Sánchez Manzano y su jefa de laboratorio no representa en sí misma el final de las investigaciones, pero sí que representa el inicio de una nueva etapa, en la que podremos por fin ahondar en lo que sucedió entre bambalinas en aquellos tres días fatídicos en los que se decidió la Historia de España y en los que alguien impuso la voluntad descarnada de tapar lo sucedido en la peor tragedia de nuestra historia democrática. Como dijo Churchill, esto no es el principio del fin, pero sí que es el fin del principio.

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