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Luis Herrero

Porca miseria

Se anunciaban fichajes galácticos para el Gobierno de Sánchez, pero la montaña parió un ratón y la espectacularidad prometida se quedó en nada de nada.

Se anunciaban fichajes galácticos para el Gobierno de Sánchez, pero la montaña parió un ratón y la espectacularidad prometida se quedó en nada de nada.
Sánchez e Iglesias en el hemiciclo | EFE

En vista de los últimos acontecimientos ya está claro que a Sánchez no le urgía en la sangre la ferviente necesidad de salir del bloqueo político, sino el canguelo a que la acción de la justicia hiciera descarrilar el tren del acuerdo con ERC. En dos días, la Sala Segunda del Supremo ha desposeído a Junqueras de su condición de eurodiputado, la Tercera ha hecho lo propio con el escaño de Torra en el Parlament y el juez Llarena ha ratificado la euroorden contra Puigdemont. El tríptico del santoral independentista ha quedado señalado por uno de los tres poderes del Estado.

Es difícil imaginar que la investidura se hubiera tramitado con éxito en estas condiciones. No tanto por la respuesta de Junqueras a su inhabilitación efectiva —al final todo ha quedado reducido a un mohín de disgusto sin consecuencias prácticas—, sino por la respuesta del bloque separatista a la "afrenta" judicial de querer retirar de la circulación al Molt Honorable. Los símbolos son sagrados —para ellos, sí— y no están dispuestos a que el Estado Opresor pueda destituir al President de la Generalitat, ¡ni más ni menos!, al margen del Parlament.

La consecuencia es que las autoridades políticas catalanas, todas a una, han hecho un frente común de desobediencia al dictado judicial que esta misma semana nos deparará episodios informativos altamente interesantes. No sé, aunque resulte triste tener que reconocerlo, si el Gobierno actuará como exige la dignidad política, y probablemente la ley, a la hora de exigir el cumplimiento de las decisiones judiciales, pero estoy seguro que le hubiera resultado muy enojoso firmar el acuerdo con ERC —y viceversa— en pleno acto de rebeldía institucional. Por eso urgía correr tanto. Había que investir a Sánchez antes de que tal cosa sucediera. Lo que significa, por otra parte, que ambos sabían que sucedería.

El Estado tiene tres poderes independientes y el Gobierno solo es uno de los tres. Confundir al Gobierno con el Estado pidiéndole cosas que no puede dar (retraer la acción de los jueces para "desjudicializar" el "conflicto" catalán o comprometer reformas legales que exigen mayorías cualificadas en el Parlamento, por ejemplo) es un ejercicio de estulticia que solo contribuye a arruinar falsas expectativas.

Cuando ya tuvo la investidura en el bolsillo, las prisas se convirtieron en calma chicha. Como no era razonable tener que reconocer que habían mentido cuando dijeron que la gobernabilidad del país no admitía un solo segundo de demora, las gargantas profundas de Moncloa nos hicieron creer que Sánchez se estaba tomando su tiempo porque hilvanaba un Gobierno de filigrana. Quería superarse a sí mismo y presentar un equipo más bonito aún que el que compuso tras la moción de censura, plagado de coartadas —Calviño, Robles, Borell—, sorpresas —Duque y Marlaska— y una guinda televisiva —Maxim Huerta—, finalmente acibarada por Hacienda.

Se anunciaban fichajes galácticos, bombas informativas que harían de Sánchez el Rey Arturo de un nuevo Camelot como el de la Nueva Frontera. Pero la montaña parió un ratón y la espectacularidad prometida se quedó en nada de nada. La única campanada —más técnica que política— ha sido la incorporación del presidente de la Airef para tranquilizar los ánimos de Bruselas y encocorar los de Iglesias. El Gobierno es ramplón y además nace con el germen de la división interna.

He leído en una encuesta que publica El País que el 57 por ciento de los españoles también opina que es un Gobierno dividido. ¿Nos imaginamos a José Luis Escrivá poniéndose fácilmente de acuerdo con Yolanda Díaz? ¿O a Nadia Calviño a pachas con Alberto Garzón? Ayer, el ministro Castells tomó partido por Irán en su conflicto con Estados Unidos. ¿Será esa la política de González Laya? Es un fijo en la quiniela que antes o después los desacuerdos serán indisimulables. ¿Podrá contrarrestar la crispación social un Gobierno crispado en sí mismo? Otro 57 por ciento de los españoles opina que no. Y casi la mitad de la población (más del 48 por ciento) cree que será incapaz de aprobar medidas. Añádase a ese clima de opinión la convicción profunda de que la mesa bilateral con el Gobierno catalán acabará en tragedia (o bien porque Sánchez ceda a lo que le piden y la Nación salte por los aires o bien porque los independentistas no acepten un no por respuesta y manden la gobernabilidad a pudrir malvas) y no hará falta explicar cuál es el reto al que nos enfrentamos. Y encima Nadal ya ha perdido dos veces seguidas con España. ¡Porca miseria!

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