Lo más desalentador del paisaje de estos días es la imagen de debilidad del Estado. Su anemia es de tal calibre que ni siquiera reacciona cuando se la recuerdan. Valga como ejemplo el informe del letón que, a propósito de los indultos, comparó en el Consejo de Europa la democracia española con la turca. ¿Tan poco pinta el Gobierno español que no es capaz de encontrar aliados para evitar que se apruebe en un foro internacional una declaración tan denigratoria? Es verdad que el Consejo de Europa no pinta nada y que sus deliberaciones son brindis a un sol marciano. Pero a ver quién lo explica. Para los ciudadanos del común, Europa es un sujeto enigmático que, como el papel, lo aguanta todo. "Europa dice, Europa piensa, Europa ordena…" Da igual que quien hable, cogite o mande sea un burócrata bruselense, una comisión decorativa del Parlamento de Estrasburgo o el jefe de prensa de un Comisario sueco. A efectos de propaganda, cualquiera de las encarnaciones de ese magma conceptual es igual de útil. ¿Qué dijeron los indultados, entre risotadas y pulgares hacia arriba, nada más salir de Lledoners? Que estaban en libertad porque el Estado español, que no tenía ni media leche, había sido incapaz de resistir la presión europea. Era mentira, desde luego, pero nadie salió a llevarles la contraria.
Es triste que el Gobierno silbe El puente sobre el río Kwai mientras agentes comprados por el separatismo catalán promueven debates vejatorios sobre la calidad democrática de nuestro país, pero aún lo es mucho más que algunos agentes que trabajan para debilitar al Estado ocupen un escaño en el banco azul. Imaginemos por un momento que la información que publicaba el diario El Mundo este domingo fuera cierta y que la sentencia del Supremo sobre el 1-O estuviera condenada a convertirse en carne de reprimenda del Tribunal de Derechos Humanos por culpa de la reforma del delito de sedición que hornea Pedro Sánchez, los votos particulares del Tribunal Constitucional y la concesión de los indultos a los caudillos del procés. La conclusión a la que habría que llegar es que el Poder Ejecutivo, responsable directo de dos de esas tres iniciativas, está más interesado en favorecer las demandas de los dinamiteros del Estado que en preservar el prestigio y la fortaleza del propio Estado. No es descartable que la idea de ver chamuscadas las puñetas de los magistrados de la Sala Segunda, en el caso de que en Estrasburgo les enmienden la plana, haga feliz a buena parte del Consejo de Ministros. Los políticos no ven en los jueces a los garantes del imperio de la ley, sino a los obstáculos que dificultan sus planes.
Antes de que se revoque la sentencia del 1-0, si es que tal calamidad llega a producirse, para regocijo independentista y escarnio de la seguridad jurídica, podemos asistir a un espectáculo previo demoledor: que un acto administrativo —el de la concesión de los indultos— no pueda ser sometido a la tutela judicial efectiva, como establecen los cánones democráticos de cualquier Estado de Derecho. Si no prospera ninguno de los recursos que se han puesto en marcha, la Sala Tercera no tendrá la oportunidad de pronunciarse sobre la legalidad de la decisión que aprobó el Gobierno el 22 de junio y la sombra de la duda que sembró el razonamiento jurídico de los jueces y fiscales de la Sala Segunda planeará para siempre como una ave carroñera sobre la limpieza del procedimiento. Que los partidos de la Oposición, siempre en Babia, no hayan caído hasta el final en que no tenían causa de legitimación para recurrir los indultos no deja de ser una anécdota menor que también contribuye a poner de manifiesto la debilidad institucional del Sistema, pero la parte del león del bochorno la pueden protagonizar la Abogacía del Estado y la Fiscalía de lo Contencioso si, como parece, deciden permanecer cruzados de brazos ante la decisión gubernamental. El ministro de Justicia maniobra para que eso sea lo que suceda.
La causa de la Abogacía, siempre en primer tiempo de saludo ante el gobernante de turno, está irremisiblemente perdida, pero aún cabe alguna débil esperanza respecto a la actitud de los fiscales. No digo, por supuesto, que Dolores Delgado, en un inopinado acceso de decencia profesional, vaya a ordenar la presentación del recurso. Mi delirio no llega a tanto. Lo que contemplo, aunque no con excesivo optimismo, si soy sincero, es que los fiscales del Supremo entiendan la conveniencia de coordinar sus actuaciones —entre otros motivos para no dejar a los pies de los caballos a los cuatro que se han apuesto a concesión de la medida de gracia— y promuevan una deliberación mancomunada en la Junta de Fiscales de Sala. Su decisión no tendría carácter vinculante pero al menos trasmitiría la sensación de que algún resorte del Estado ha movido si quiera un pequeño músculo para tratar de protegerse del colapso sistémico al que nos aboca la conducta irresponsable —y probablemente algo más— de un Gobierno que solo parece preocupado por la durabilidad en el poder de su presidente. Si la Fiscalía no recurre, apaga y vámonos. Indefenso y cautivo el orden constitucional, las tropas sediciosas han alcanzado sus últimos objetivos delicuenciales. El Estado ha claudicado.