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Marcel Gascón Barberá

Saldremos mejores

Quienes lo repiten forman parte de esa corriente alentada desde la Moncloa que está haciendo de la debacle una película de disney.

Quienes lo repiten forman parte de esa corriente alentada desde la Moncloa que está haciendo de la debacle una película de disney.
El socialista Pedro Sánchez y el comunista Pablo Iglesias | EFE

Uno de los mantras más repetidos de la pandemia es que saldremos mejores de ella. Quienes lo repiten forman parte de esa corriente alentada desde la Moncloa que está haciendo de la debacle una película de disney. Una corriente bastante exitosa a juzgar por los aplausos diarios y por lo que se dice buena parte del día en las teles y la radios.

(Hace poco me puse a Julia Otero para testar las aguas, como dicen los rumanos y parece por lo que encuentro en google que también los portugueses. Salían niños hablando de su experiencia del confinamiento como si todo esto fuera un eclipse. ¡Qué diferencia de cuando se ahoga un refugiado en el estrecho!).

Hay mucho que decir de la corriente, pero centrémonos en el mantra. El mantra es falso desde su formulación misma. Contra lo que sugiere el discurso del Gobierno, del covid no saldremos. Más bien tendremos que aprender a vivir con él (o con ella, si nos atenemos al veredicto sexador de los amigos de la Fundéu). Aunque nos llegue, dentro de algún tiempo, la ayuda de la vacuna.

Esta apreciación puede parecer una veleidad de columnista (tener razón es una veleidad de columnistas, escribió Sostres). Pero es mucho más que eso porque obviar la permanencia del virus en nuestros pueblos y ciudades ya está teniendo consecuencias. Podemos aceptar que el Gobierno nos dé órdenes en una situación excepcional. En unas inundaciones, por poner un ejemplo. Pero no cada día que llueva.

Tratar el virus como una calamidad que viene y se va, como el huracán Katrina, es obstinarse en negar la realidad que nos espera cuando nos suelten y empiecen a repuntar los contagios. Tratar el virus como un peligro concentrado en un espacio de tiempo, como si fuera una guerra, es legitimar al Gobierno para que alargue la situación de excepcionalidad a costa de las libertades de todos.

Pienso que el virus debe ser tratado como una amenaza real pero relativa, como está haciendo Suecia. Y que debemos empezar cuanto antes a vivir con toda la normalidad que sea posible. Con una normalidad, por ejemplo, en la que no quepa el vicepresidente Iglesias (versión seráfica) diciéndonos con quién, a qué distancia y a qué hora podemos salir los españoles a pasear.

Admitir que el virus no se acaba el día tal porque esa gente que se aplaude del comité técnico declare la emergencia pasada impondría las recomendaciones generales sobre las absurdas instrucciones concretas. ¿Y quién no celebraría que dejaran de decirnos con quién podemos caminar por la calle y en qué asiento ha de sentarse el pasajero en el coche?

Vayamos ahora a la segunda parte del lema, ese mejores. Bien es verdad que podría ser resultado de una vocación perfeccionista, de una sana ambición de crecimiento, social y personal. Pero una mirada algo más honda al discurso de los que anuncian que saldremos mejores revela por lo general su disgusto por ese mundo de antes que habría venido a depurar el virus chino.

Ese mundo de ayer, como ya le han llamado algunos abonándose a la idea del covid como un parteaguas, parece antojárseles un pozo de maldad, sufrimiento y cinismo a quienes ven una oportunidad transformadora en la pandemia. Si no son simple postureo, las esperanzas en la capacidad catártica de un bicho que ha matado a decenas de miles y nos ha encerrado en casa apuntan a una muy mala experiencia previa.

¿En qué clase de infierno vivían? ¿Tan mala era la gente con que se cruzaban para confiar en que la pandemia cure a la sociedad del egoísmo y la ambición descarnada? ¿Tan desgraciados fueron bajo el imperio del libre mercado que nos permitía movernos por el mundo por unos pocos euros y nos sigue trayendo coca-cola y carne de pollo, fresca, limpia y ya desplumada, al lado de casa? ¿De qué tipo de aflicción esperan librarse una vez el virus, o el pánico más o menos justificado al virus, nos haya hecho ser más pobres, tener más miedo?

Quizá esta vez sí el infortunio traiga redención y las masas de infelices con iPhone dejen un día no muy lejano de lamentarse. Pero de momento todo sigue igual en nuestras lindes a pesar de la pandemia. Los que se quejaban se quejan y los que trabajaban trabajan. Mercadona y el de Zara nos hacen la vida mejor. Los ministros de Podemos señalan al enemigo de clase mientras se solazan con los privilegios del cargo. Y el PSOE dibuja corazones y te llama cenizo si estropeas el viaje avisando de que el autobús va sin frenos.

Mi tía Teresita suele contar la historia de un anciano de antes de que el Gobierno declarara el estado de alarma. Pasaba los días sentado en el umbral de su casa a la entrada del pueblo sin que la policía de Marlaska le molestara. Una mañana llegó a la aldea un forastero y le preguntó cómo era la gente allí. ¿Cómo es la gente del pueblo de donde viene?, contestó el anciano. Y al decirle el forastero que buena y agradecida le respondió que lo mismo en su pueblo.

Horas después llegó un segundo forastero con la misma pregunta. ¿Cómo es la gente en el pueblo de donde viene?, respondió el anciano. Y al decirle el forastero que mala, muy mala y egoísta y envidiosa como el mundo que quieren que cambie el virus los que quieren salir mejores, contestó que no se hiciera ilusiones, porque allí igual.

Quiero decir con esto que los que estaban enfadados con el mundo pre-pandemia lo estarán igual con el mundo post-pandemia. La cuestión es cuándo podrá volver a sentarse a la fresca el viejo sin que le multe Marlaska.

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