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Presente y pasado

La Revolución industrial y el atraso español


Más o menos en paralelo con las revoluciones políticas, pero sin relación apreciable con ellas, brotaron en Gran Bretaña inventos e innovaciones técnicas que impulsarían la Revolución industrial, más bien una evolución qostenida que, al extenderse por Europa y Usa en el siglo siguiente, iba a transformar la producción fundamentalmente agraria de Europa occidental en fundamentalmente fabril, con el efecto, entre otros, de asentar en el mundo, durante cerca de dos siglos, una hegemonía material europea a un nivel de poder nunca antes alcanzado por otra civilización. Por ello he propuesto aquí llamar a la época de Edad de apogeo de Europa, aunque también podría llamarse Edad Industrial.

Básicamente, la revolución industrial consistió en el empleo de máquinas movidas por fuerzas no humanas ni animales, sobre todo el vapor. Aristóteles había indicado que la esclavitud desaparecería cuando la lanzadera del tejedor se moviera por sí misma, es decir, probablemente nunca. Pero ello empezó a ser posible en 1784, cuando el escocés James Watt patentó la máquina de vapor, y en 1787, dos años antes de la Revolución francesa, el inglés Cartwright patentó un telar mecánico a vapor que hacía exactamente lo que Aristóteles decía. Si consideramos el trabajo como una esclavitud, aquello parecía anunciar una edad dorada en la que el conocimiento y dominio de las fuerzas de la naturaleza haría que éstas trabajasen para el hombre y quedase superada la maldición bíblica "ganarás el pan con el sudor de la frente". Comenzaba la era de las fábricas que irían sustituyendo a los talleres manufactureros.

La época final del siglo XVIII vio en Gran Bretaña una rápida sucesión de inventos y perfeccionamientos mecánicos que afectaron a la industria textil, a la metalurgia, la minería, los caminos y canales, y hacia finales de siglo se diseñaron las primeras locomotoras. Al parecer, en la España del siglo XVI Blasco de Garay había inventado una máquina de vapor para propulsar barcos, que en cualquier caso no llegó a aplicarse, y a principios del siglo siguiente Jerónimo de Ayanz, un prolífico inventor, habría patentado un ingenio a vapor para extraer el agua de las minas. Como fuere, ningún país de entonces estaba en condiciones de explotar los inventos plenamente y del modo acumulativo como se produjo finalmente en Gran Bretaña.

Los inventos británicos coincidieron con un maduro sistema financiero, préstamos a bajo interés (el 5%) y una ya densa red de comunicación de ideas y noticias, que permitieron convertir rápidamente las innovaciones en negocios productivos. Inglaterra disfrutaba, además, de una masa de capitales acumulados mediante el comercio y la explotación colonial, y de una economía unitaria, al revés que el resto del continente, donde las numerosas tarifas y peajes locales estorbaban el tráfico. Disponía también de minas de carbón, hierro y otros minerales imprescindibles, utilizables sin altos costes de transporte. No obstante, esas condiciones favorables no habrían dado lugar a la citada revolución sin la iniciativa y las ideas afortunadas de algunos hombres con espíritu de lucro y de dominio de la naturaleza, tal como Bacon había propuesto. Surgieron asociaciones como la Sociedad lunar, dedicada a discutir y difundir las nuevas técnicas entre otras cosas. Aunque las invenciones debieron poco propiamente a la ciencia, ya que se desarrollaron como mera tecnología empírica, sin mucha atención a principios generales, la actitud científica pesó de todas formas en ellas, y pronto se combinarían los dos factores, el científico y el empírico-técnico, para dar mayor impulso a la industria. Tales iniciativas dieron a Inglaterra una ventaja de principio que le permitió extender sus géneros, de buena calidad y baratos, por Europa y las colonias. Esa ventaja se acentuaría después de las guerras napoleónicas, cuando gran parte del continente sufrió devastaciones y sus flotas mercantes fueron destruidas por la armada inglesa.

Paradójicamente, las máquinas, lejos de eliminar el trabajo, lo multiplicaron y lo hicieron más penoso y sistemático. La mano de obra necesaria vino asegurada por el aumento de la población inglesa, que pasó de casi 6 millones a mediados del siglo a 11 millones hacia finales, una tasa de crecimiento superior a las europeas, debida a mejoras que aumentaron notablemente las cosechas; y a los enclosures o cercamientos, ya iniciados, como vimos, en la época de los Tudor, consistentes en la expulsión de los campesinos de las tierras comunales. En los siglos XVI y XVII, las expulsiones tenían por objeto dedicar el terreno a la cría lanar, pero en el XVIII buscaban rentabilizar los cultivos. A partir de 1760, los cercamientos cobraron el impulso definitivo, que en unas cuantas décadas privatizarían la práctica totalidad de las tierras comunales, de las que fueron desalojadas, a menudo violentamente, cientos de miles de familias que antes tenían en ellas sus medios para una precaria subsistencia y quedaban en la miseria, mientras los dueños de los latifundios capitalizaban la tierra e introducían mejores técnicas; fenómeno similar al del recorte de los resguardos indios y venta de tierras realengas en Hispanoamérica.

Nació de ahí un doble proceso de mayor productividad agraria y de disponibilidad de una masa de trabajadores para las nuevas industrias, en las que tenían que trabajar a menudo padres, madres y niños con salarios mínimos.Como gran parte de los trabajos requerían poca fuerza física, los niños podían hacerlos igual que los mayores, no obstante lo cual eran mucho peor pagados, por lo que el empleo de trabajo infantil cundió extraordinariamente. Perturbaciones adicionales fueron el hacinamiento de la gente en tugurios de los superpoblados suburbios de las ciudades. Estas plagas se desarrollarían más en el siglo XIX, producto no solo de la avidez de los propietarios, sino también de la falta de experiencia social ante las consecuencias inesperadas de un fenómeno histórico nuevo. Se ha debatido mucho sobre las causas de que la revolución industrial naciera en Gran Bretaña y no en otros países, lo que puede atribuirse a la combinación de condiciones generalmente favorables como las ya indicadas, con la intuición y dedicación de unos pocos hombres.

Pero los inventos y destrezas técnicas necesarias para utilizarlos se difundirían con rapidez por Europa, prueba de que las condiciones generales en muchos países europeos se parecían a las inglesas, aunque no hubiera surgido en ellos la chispa inicial. Y así, en el siglo XIX Bélgica (Valonia), Alemania (sobre todo el Ruhr) y con lentitud algo mayor Francia. Los tres países irían convirtiéndose en países industriales rivales de Gran Bretaña.

Dichas condiciones, en cambio, diferían más en las naciones europeas que rodeaban a las del núcleo centrooccidental por el norte, el este y el sur, por lo que en ellas la industrialización fructificaría más difícil y tardíamente.Cabe preguntarse por qué España estuvo entre estas últimas, dado que, como hemos visto, su Ilustración y reformas institucionales y económicas, sin ser brillantes, estaban bien encaminadas y permitían esperar una incorporación no muy tardía de las novedades. La causa, como veremos, se encuentra probablemente en la invasión napoleónica, que rompió la evolución anterior y dejó el germen de desórdenes, desgarramiento social y guerras que llevaron al país a los niveles más profundos de su decadencia, en contraste con el apogeo de la Europa centro-occidental.

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También eran demasiado diferentes las condiciones fuera de Europa, salvo en Usa; e Hispanoamérica sufriría convulsiones parecidas a las españolas. Se ha debatido la causa de que la Revolución industrial no ocurriera en otras civilizaciones como en la inventiva China, pero este país, al igual que la España del siglo XVI, carecía del sistema financiero, el difundido entusiasmo por el lucro, el individualismo y espíritu de iniciativa y el sistema informativo necesarios, aun si no suficientes. Lo mismo pasaba en la India, que durante el siglo XIX se convirtió en colonia inglesa productora de materias primas para la metrópoli, la cual mantuvo una estricta separación racial y evitó en el subcontinente una industria que pudiera competir con la propia. Por lo que respecta al islam, continuaba estancado intelectual y científicamente, bajo estructuras despóticas no muy ilustradas.

Durante el siglo XVII, la India había experimentado constante luchas entre el Imperio mogol, el más propiamente indio Maratha y el movimiento sij, grupo ecléctico entre el monoteísmo tomado del islam y las tradiciones hindúes. Las grandes compañías holandesa e inglesa instalaron y extendieron sus enclaves por las costas de la India y fueron reduciendo los de los portugueses. Los franceses fundaron su propia compañía, que se adueñó a su vez de zonas costeras. En el siglo de la Ilustración aumentaron las pugnas entre las tres potencias por la hegemonía comercial en la región. Los ingleses, estricta separación de los naturales. Los ingleses superaron en contiendas sucesivas a holandeses y franceses. Un talentoso y audaz aventurero inglés, Robert Clive, venció a los franceses y luego a los mogoles en 1765, haciéndose con Bengala y otras regiones, foco de la expansión inglesa por el subcontinente, que dejó solo pequeñas zonas a los otros europeos. La India había sufrido muchas más invasiones y divisiones internas que China, con cortos períodos de una unidad relativa y nunca completa.

China, al contrario que la India, resultó un hueso demasiado duro de roer para los europeos: aunque estaba quedando atrasada con relación a Europa, era demasiado grande y centralizada, y hasta el siglo XIX no sufriría las mordeduras de las potencias europeas. A mediados del siglo XVII, cuando España comenzaba su decadencia, se había impuesto una dinastía manchú que mantendría largamente su dominio. El país, autosuficiente en muchos aspectos, se encerró más en sí mismo, reduciendo la relación con el exterior. Algo parecido ocurrió con Japón, que desde la persecución sufrida por los católicos convertidos por Francisco Javier, entró en el período Edo o Tokugawa, de paz y relativa prosperidad. Las principales ciudades japoneses y chinas en el siglo XVIII eran mayores que las europeas.

El islam se encontró en los siglos XVII y XVIII dividido en tres imperios, el otomano, el persa y el de los grandes mogoles de la India, creado por los mongoles musulmanes, aparte de algunos reinos menores, como Marruecos, que tomó forma como nación avanzado el siglo XVI con la dinastía Saadí, oponiéndose a los portugueses y a los turcos, y expandiéndose hacia el sur por el Sahara, si bien el control de los sultanes sobre la mayor parte del Marruecos actual era precario. En 1683, los turcos habían sido capaces de amenazar Viena, pero desde entonces dejaron de ser una amenaza seria para centroeuropa o en el Mediterráneo. Durante el siglo XVIII el Imperio otomano se vio corroído por tendencias disgregadoras, perdida su anterior habilidad administrativa y destrezas técnicas, y por la intervención creciente de los jenízaros en la política. Rusia, Persia y Austria le arrebataron algunos territorios, pero, con todo, siguió dominando desde el Danubio hasta el Sudán, y el sur de Arabia occidental, y desde Argelia hasta Mesopotamia, extensión equivalente a la mitad de toda Europa. El Imperio persa safávida cayó hacia 1720, a manos de los afganos, no sin haber consolidado un país muy peculiar dentro del islam, tanto por la lengua y la antigua cultura conservada como por la adopción definitiva de la modalidad religiosa chií frente a la sunní. Persia estuvo casi siempre en pugna con los imperios del oeste, en este caso el otomano, como lo había estado con el macedonio, el romano y el bizantino. Tras los safávidas gobernaron varias dinastías con una tónica general de decadencia. La decadencia afectaba también al Imperio mogol de la India, cada vez más débil frente a los europeos y finalmente a los ingleses. La conciencia de la división y el retraso frente al siglo ilustrado europeo dio lugar a proyectos reformistas frustrados entre los otomanos, y en Arabia nació el wahabismo, que trataba de volver a las primigenias raíces mahometanas.

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La expansión de la Revolución industrial por varios países europeos se ha atribuido a la incidencia del protestantismo, como otros fenómenos económicos, pero, al igual que estos, tal teoría no parece muy sostenible, vistos los casos de Bélgica, del Ruhr en gran medida católico y luego Francia, más tarde el norte de Italia, etc. Sí debe guardar alguna relación con el cristianismo en general, aunque no resulta fácil explicitarla. Tuvo que ver con el espíritu de la Ilustración, la cual heredó el ánimo universalista cristiano (aunque ese ánimo lo tenía también el islam). En todo caso, no nació ni pudo nacer de la nada, y es fácil percibir su entronque con los procesos de la Edad de Expansión hasta finales del siglo XVIII.

Durante esa edad, Europa no superaba en poder material y demográfico a otras civilizaciones, no obstante lo cual unas pocas naciones europeas, más bien pequeñas y no muy pobladas, a menudo en lucha contra otras naciones europeas y el islam, habían descubierto la dimensión del mundo. Con embarcaciones precarias (una tormenta podía dispersar o hundir una flota y ahogar a miles de hombres), surcaron los mayores océanos, rodearon el planeta, descubrieron islas, continentes, culturas y civilizaciones antes más o menos aisladas e ignorantes del resto del mundo, establecieron larguísimas rutas comerciales, conquistaron vastos territorios y aplicaron a todo ello una curiosidad científica. No parece haber ninguna razón técnica que hubiera impedido a chinos o japoneses llegar a la costa opuesta del Pacífico (los polinesios realizaban navegaciones extraordinarias con embarcaciones primitivas) o dominar el comercio del Índico, o Siberia. Los islámicos, que dominaron por África y Asia entre el Atlántico y el Pacífico también habrían podido implantarse en América como lo hicieron en el entorno del Índico. Sin embargo no fue así.

Las osadas exploraciones y conquistas transoceánicas europeas plantearon retos técnicos, políticos, religiosos, organizativos, la respuesta a los cuales fue moldeando la civilización y sentando bases para ulteriores avances; y a la vez fueron una manifestación de los movimientos espirituales e intelectuales que se sucedieron desde el Románico en oleadas acumulativas y al mismo tiempo rupturistas. Todas las civilizaciones han tenido etapas de mayor inquietud y brillo espiritual, intelectual, técnico, artístico, etc., con altibajos. Lo propio de Europa en los siglos que siguieron a su Edad de Supervivencia, fue un continuo ascenso en medio de contradicciones –y contiendas– internas, y la Revolución industrial, como las políticas, tienen su suelo en esa evolución previa. También intervino siempre una dosis de azar. Por ejemplo, podría especularse sobre cuál habría sido la historia si, en vez de tomar forma las tres Europas en el siglo XI, o la central y la occidental, se hubieran unido en un Imperio cristiano, como era el designio del Sacro Imperio Romano-Germánico, sin permitir la diferenciación nacional del oeste. y sus energías concentradas hacia el este y el sur, hacia Asia y África, de donde llegaban las mayores amenazas y promesas más tangibles, en lugar de hacia el Atlántico. Quizá en tal caso se hubiera establecido algo parecido al del Imperio bizantino, con identificación muy superior del poder político y el religioso, y una evolución más lenta y difícil en los aspectos científico y técnico, sin llegar a algo como la Revolución industrial.

Vista en perspectiva, la Revolución industrial viene a ser resultado de todo el largo proceso descrito, aunque, como en todos los procesos, el azar tuvo su parte.

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**** "Soñar con los pies en la tierra", dicen los golfos del PSOE. Soñar con la trola, el choriceo y el puterío sin fin. Pies y cabeza en el lodo. Los sueños de Monipodio

**** Blog: las victorias rusas sobre los alemanes se dieron en superioridad material, pero no tanta, ni mucho menos, como las victorias de los anglosajones, que necesitaban una superioridad abrumadora, y aun así estuvieron muchas veces en serio peligro.

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