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Santiago Navajas

El espíritu de ETA

El espíritu vengativo de ETA ha evolucionado como el covid-19, mutando hacia una sintomatología más leve pero sin perder su esencia criminal.

El espíritu vengativo de ETA ha evolucionado como el covid-19, mutando hacia una sintomatología más leve pero sin perder su esencia criminal.
Odón Elorza, en el Parlamento, la semana pasada. | EFE

Trotsky criticaba a los terroristas anarquistas, pero no por su maldad sino por su ineficacia. Creer que matar está mal le parecía propio de fariseos morales, pero pretender destruir el capitalismo mediante bombas, secuestros y asesinatos organizados de manera individual le parecía estúpido. Lo que recomendaba para destruir las democracias burguesas era llevar el espíritu de venganza por la senda de una subversión que parasitase los sistemas liberales hasta corroerlos por dentro. Ese espíritu de venganza, una mezcla de resentimiento y crueldad propio de disminuidos morales, es el que nutre la alianza entre nacionalistas y socialistas, que constituyen no un Gobierno Frankenstein sino un sindicato homogéneo de rencores diversos unidos por el interés económico y el nihilismo político.

Según Odón Elorza, el problema de España no es ETA sino Franco. Dado que el dictador murió en 1975 y la banda terrorista anunció que dejaría de asesinar en 2011, cabría pensar que a lo que se refiere el dirigente socialista es a que, a pesar de la diferencia del tiempo transcurrido, el espíritu franquista sigue sobrevolando la democracia española, ocupándose de los flecos de aquello que, según la leyenda, dejó Franco atado y bien atado, mientras que el espíritu de ETA ha desaparecido de la sociedad vasca y ha dejado de amenazar a la democracia española.

Sin embargo, hay indicios de que no es así. Sin duda hay nostálgicos de Franco, como quedarán herederos del falangismo y reminiscencias carlistas. Pero la atmósfera tóxica del nacionalismo violento sigue filtrándose por los intersticios de ese paraíso vasco de restaurantes triestrellados, museos contemporáneos galácticos, tradiciones milenarias con toques posmodernos y unas instituciones monopolizadas por los ocho apellidos vascos que guardan las esencias de la lengua, la tierra y la sangre.

En el País Vasco, y por extensión en el resto de España, sigue pesando la losa de los crímenes no resueltos, el acoso a los demócratas que defienden la Constitución, la extorsión que los nacionalistas de PNV y Bildu denominan cupo y los mafiosos de la Camorra y la Cosa Nostra pizzo, el adoctrinamiento en el sistema educativo, la politización de la televisión pública y una sociedad civil que está sometida, en general, a las subvenciones económicas y amenazas políticas de la casta social-nacionalista, hegemónica en todos los ámbitos. El que se mueva de la cosmovisión nacionalista no es que no saldrá en la foto de la utopía diseñada por Sabino Arana –una combinación de boinas, misas y tecnología–, es que será borrado de la sociedad como Stalin hacía desaparecer a sus enemigos de las representaciones soviéticas.

Nada de este triunfo del espíritu de ETA sería posible si no fuese por la complicidad del PSOE. Siguiendo los parámetros de las víctimas de secuestro que acaban ayudando a sus captores, los socialistas han blanqueado a pasados terroristas como Otegi de la misma forma que han indultado a presentes golpistas como Junqueras. No es de extrañar que finalmente hayan terminado colaborando, vía Zapatero principalmente, con las dictaduras hispanoamericanas, a las que sus camaradas comunistas de Gobierno se niegan a calificar de tiranías. Lo que en Alberto Garzón, Yolanda Díaz e Irene Montero es lógico y coherente con su ideología totalitaria, en el PSOE, que al fin y al cabo renunció a la filosofía de la violencia de Karl Marx y se alejó de quienes como Álvarez del Vayo promovían el terrorismo, constituye una de las páginas más negras de su historia.

El espíritu vengativo de ETA ha evolucionado como el covid-19, mutando hacia una sintomatología más leve pero sin perder su esencia criminal, su talante xenófobo y su obsesión hispanófoba. Trotsky estaría orgulloso de Otegi, Junqueras y Sánchez. Y, qué duda cabe, del portavoz de todos ellos, Odón Elorza.

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