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José María Marco

Destrucción de la izquierda

La estrella de Zapatero brillará en todo su esplendor, así que los europeos (quiero decir, los pocos que se interesan por estas cuestiones) van a tener la ocasión de conocer al personaje. Será una experiencia inolvidable, a la que habrá que estar atentos.

La elección de dos mediocridades a la cabeza (es un decir) de las instituciones europeas nos ha privado de la ocasión de divertirnos con un tipo de líder más... carismático, por ejemplo Blair o Aznar (¿Quién habría dicho hace quince años que Aznar iba a ser considerado un día un líder con eso que se llama carisma?). En cambio, hay algunas ventajas. Una de ellas es que la estrella de Rodríguez Zapatero brillará en todo su esplendor, así que los europeos (quiero decir, los pocos que se interesan por estas cuestiones) van a tener la ocasión de conocer al personaje. Será una experiencia inolvidable, a la que habrá que estar atentos. Otra ventaja es que los actuales líderes nacionales van a poder seguir ejerciendo su liderazgo. Nadie hará sombra, tal como ellos mismos han querido, a Merkel ni a Sarkozy.

Se comprende muy bien que Angela Merkel, después de convivir cuatro años con los socialdemócratas, no quisiera ahora tener ahora que bregar con nadie demasiado aparatoso en la Unión. Le espera Rodríguez Zapatero, eso sí, pero ya lo conoce, como conoció bien a Schröder, igual de irrelevante y de perjudicial que nuestro socialista.

Merkel es una mujer reposada, paciente, acostumbrada a negociar y que ejerce un liderazgo sedante y tranquilizador, muy adecuado para los alemanes, siempre tan angustiados. No le falta energía, al contrario, ni conciencia de su papel en la historia. Merkel es la primera mujer, y el primer dirigente alemán que ha llegado al poder habiendo nacido en la antigua RDA. Estos días, con el aniversario de la caída del Muro de Berlín, habrá tenido ocasión de meditar sobre cómo el destino de una persona puede a veces llegar a encarnar la de un país entero.

Sarkozy está en el polo opuesto de su colega alemana. Le gusta el espectáculo y se divierte dándolo. Es impaciente, autoritario y sus ínfulas de grandeza no conocen límite. Últimamente no parecen irle muy bien las cosas. La fantasía sobre su presencia en Berlín el día de la caída del Muro ha sido objeto de chistes sin cuento. El nombramiento de su hijo Jean para un puesto de relevancia en un distrito estratégico de París parece demostrar que ya ha perdido la sintonía con la opinión pública. Su debate sobre la identidad nacional francesa ha sido mal acogido por una clase periodística e intelectual a la que le gusta hacer gestos de mohín hacia su presidente.

Es posible, sin embargo, que todo sea pasajero. Los franceses consideran a la familia la primera de las instituciones, les gustan los faroles y también les gusta hablar de sí mismos: la encuesta sobre la identidad está siendo todo un éxito de participación. En todo, se nota la huella del populismo típico de la presidencia de la Quinta República reinterpretada por el sarkozismo. Además, Sarkozy está proporcionando a los franceses un espectáculo que éstos, con independencia de su adscripción ideológica –muy flexible, por otra parte–, saben apreciar como nadie: la destrucción de toda una cultura tradicional, en este caso la destrucción de la izquierda.

Empezó con la apropiación de temas como la solidaridad, el altermundialismo y la diversidad, siguió con la colocación en el Gobierno de personajes de izquierda y ha llegado a la perfidia, muy francesa, de poner a un degenerado de la izquierda divina apellidado Mitterrand (Frédéric, el sobrino del presidente socialista) al frente del Ministerio de la Cultura, para que cubra de ridículo el nombre y lo que el nombre significa.

Habrá quien prefiera a Merkel y reconozco que en cuanto a seriedad y seguridad, es difícil de combatir. En cuanto a diversión y capacidad para dejar al adversario a los pies de los caballos, Sarkozy no tiene rival.

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