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La crisis culminará en una depresión inflacionaria

La salida de la crisis podría venir marcada por un fin de fiesta inesperado y dramático: una escalada inflacionaria de imprevisibles consecuencias pilotada desde los gobiernos, incapaces de pagar lo que deben.

Ya no es un misterio para casi nadie –excepción hecha del Gobierno español– que estamos lejos de salir de la crisis. Es más, casi todos los analistas coinciden en que, tras una aparente mejoría a mediados de este año, más pronto que tarde la economía mundial volverá a hundirse de nuevo en una segunda fase depresiva pero aún peor que la primera. Es lo que se conoce como crisis en W por la forma gráfica que adoptarían todos los principales índices.

El gran enigma es saber si el segundo acto será deflacionario –como el primero– o inflacionario, a imagen y semejanza de las dos crisis que padeció occidente durante los años 70 (crisis del petróleo). La Reserva Federal de EEUU (FED) espera y se dedica con ahínco a ello, a que de la crisis se salga mediante un periodo inflacionario que "limpie la habitación" cancelando deudas a mansalva.

La ecuación es sencilla. Si debemos 1 millón de euros, pero la moneda en la que se contrató el préstamo se devalúa un 50%, al final en realidad tan sólo acabaremos pagando medio millón. De esta forma se produce una destrucción de riqueza que, aparentemente, beneficia a los deudores pero que, en la práctica, termina devastando la economía.

La voluntad política de cancelar deudas mediante inflación es lo que está llevando a todos los analistas a decantarse por un ya inevitable brote inflacionario de imprevisibles consecuencias. El último en predecir el estallido inflacionario que se avecina es el prestigioso Doug Casey, que acaba de publicar un informe en el que da por seguro el brote inflacionario en un momento muy cercano. Entre seis y veinticuatro meses desde el momento presente asistiremos a una revolución de los precios hacia arriba, que es la consecuencia más apreciable (y más ruinosa) de la inflación.

Aunque parezca mentira ésa es la política económica de emergencia que han terminado por adoptar las autoridades monetarias, dependientes, no hay que olvidarlo, de los gobiernos. La guerra de divisas no es más que el trasfondo de una inmensa operación de destrucción masiva de las monedas, especialmente del dólar, que vale menos que nunca.

El presidente de la FED, Ben Bernanke, cual aprendiz de brujo, espera que una vez se haya reducido la deuda la economía se reactive, pero podría encontrarse ante algo inesperado, la más temida de las crisis económicas, el peor de los escenarios: la estanflación, un tipo de crisis en el que al nulo crecimiento económico y la atonía inversora se le unen altas tasas de desempleo y una inflación galopante. Estados Unidos y el mundo desarrollado ya probaron el veneno estanflacionario en los 70 con desastrosas consecuencias.

Esta vez podría incluso ser peor, ya que entonces quedaban ciertos referentes que hoy se han perdido. Las distorsiones que el Estado ha creado en la economía durante los últimos treinta años son de tal calibre que difícilmente terminarán saliendo gratis. En 1973, por ejemplo, año en que estalló la primera crisis del petróleo, hacía sólo dos años que se había cerrado la ventanilla del oro. El dólar se cambiaba entonces a unos 40 dólares la onza y, aunque no hacía más que depreciarse, la boya seguía a la vista porque estaba muy cercana en el tiempo.

Por aquel entonces los Estados Unidos disfrutaban de un generoso superávit comercial, es decir, no importaban todo de todas partes a cambio de billetes verdes como vienen haciendo desde hace un par de décadas. Los mercados financieros no estaban tan sobrerregulados como hoy en día y mostraban mucho más acertadamente la situación real de la economía. Por último, lejos de mantener sine die los tipos de interés artificialmente bajos, se dejaron subir, encareciendo con ellos no sólo el acceso al crédito, sino el pago de la deuda soberana, por lo que los gobernantes se lo pensaron mucho más a la hora de contraer nuevas cargas en forma de gasto público.

El escenario hoy es el inverso. Los 31 gramos de oro puro necesarios para fundir una onza valen casi 1.400 dólares, el Gobierno de Barack Obama cuenta con el dudoso privilegio de tener la mayor deuda pública de la historia del país, y los tipos son tan bajos que el dinero no cuesta nada.

De la crisis de los 70 se salió desrregulando la economía y bajando impuestos, pero la serpiente ya había puesto el huevo y empezaba a incubarlo. Conforme la Unión Soviética, el bloque del este y sus experimentos sociales se iban al garete, los gobiernos occidentales, animados por la bonanza, empezaron a gastar más y a hacer crecer el tamaño del Estado hasta los desmesurados límites actuales.

Todo este gasto fue posible gracias a las mejoras de productividad que permitió la revolución tecnológica y, sobre todo, a grandes cantidades de dinero de nueva creación. El manejo a discreción por parte de la banca central de los tipos de interés llevó a la creación de grandes cantidades de dinero vía crédito barato. La consecuencia es que llevamos veinte años viviendo por encima de nuestras posibilidades, es decir, gastando mucho más de lo que producimos. Y esto es insostenible en el tiempo.

Los últimos años, los de la burbuja inmobiliaria, corresponden al periodo barroco de esta era dorada del dinero fiduciario y la expansión crediticia sin límite. Al final el modelo colapsó en 2008 como un castillo de naipes. Por una razón la mar de simple: es imposible mantener nuestro creciente nivel de vida con nuestro decreciente aporte productivo. No es casualidad, por ejemplo, que las empresas tecnológicas deslocalicen sus departamentos de ingeniería a la India. No es que los indios sean más listos, es que hacen el mismo trabajo por menos dinero.

Por esa razón nos hemos endeudado todos. La deuda no es otra cosa que traerse riqueza del futuro, riqueza aún no creada que, presumiblemente, en algún momento futuro tendrá que generarse para amortizar lo prestado. Desde que estalló la crisis los factores están volviendo a ajustarse de un modo natural. Los salarios están bajando y las jornadas de trabajo aumentando. Eso siempre y cuando ciertos privilegios laborales no lo impidan, ya que en ese caso el empleo se ajusta destruyéndose, que es lo que, en última instancia, está pasando en mercados laborales rígidos como el español.

Por esta razón, para facilitar la autorregulación del sistema, los gobernantes deberían abstenerse de intervenir, pero están haciendo exactamente lo contrario, manteniendo con respiración asistida a sectores quebrados, subiendo impuestos y encorsetando aún más la economía.

Todo ese dinero lo obtienen los gobiernos de pedirlo prestado en el extranjero, es decir, financian gasto presente con ahorros de fuera, de nuevos y más duros impuestos o, directamente, monetizando deuda con el concurso entusiasta de, una vez más, los bancos centrales. El hecho es que al final no se ajusta nada, pero la deuda crece, al menos la soberana. La otra deuda, la privada, no lo hace porque nuestro poder de compra está basado en el crédito. Quienes lo conceden son reacios a seguir haciéndolo alegremente y, como es lógico, a estas alturas las expectativas de un futuro brillante en el que podrán afrontarse todas las cargas se han diluido.

En resumen, los individuos y las empresas están devolviendo lo que deben y eso provoca deflación, esto es, se valora menos la unidad monetaria y como consecuencia los precios bajan. En una economía tan apalancada como la actual es difícil que los agentes económicos vuelvan a pedir prestado, al menos en cantidades significativas. Este escenario, tan parecido al que Japón lleva padeciendo veinte años, es el que ha presidido la crisis desde hace algo más de dos años.

Pero como los estados se han negado en redondo a ajustarse e insisten –con Obama y Zapatero a la cabeza– en supercherías keynesianas de estímulo de la demanda, cabe la posibilidad (cada vez más plausible) de que llegue el momento de que los gobiernos encadenen suspensiones de pagos. En ese momento la única salida para evitar las quiebras soberanas sería devaluar la moneda vía inflación y zanjar el problema pagando menos de lo que se pidió. Este es, probablemente, el camino que tome la economía en los próximos dos años, según el citado estudio.

Los peligros de esta vía de escape inflacionaria son evidentes, pero van cada vez quedando menos alternativas. Los tipos de interés, por ejemplo, siguen bajos, pero sólo para que los gobiernos puedan devolver lo prestado a un tipo anormalmente bajo.

Estarán en ese nivel hasta que los políticos empiecen a utilizarlos como medida para frenar los espasmos inflacionarios. Es muy posible que entonces ya se les haya ido de las manos y nos encontremos ante un panorama espantoso de precios altos, divisas destruidas, desempleo y nulo crecimiento. Podría ser el último gran experimento y el verdaderamente necesario para acometer las reformas imprescindibles para que el sistema capitalista, y la libertad económica que lo acompaña, perviva.

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